Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, clamando
«¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente, abrazó al primer hombre; echóse a andar…
Las últimas semanas parecen haber acelerado el proceso de descomposición de esta crisis civilizatoria que tiene al mundo envuelto en llamas y que según los analistas esperanzados son signos de la transición propia del cambio de época, que conlleva un largo ciclo de declinación como le llamaría Lonergan antes de empezar a mirar la luz de una nueva etapa -si es que la habrá- de la historia de la humanidad en el planeta tierra.
“Estamos peor que cuando estábamos peor” decía sabiamente una compañera de trabajo en una de las instituciones en las que colaboré y sigo colaborando desde hace muchos años. Se refería a que hay momentos en los que uno piensa que se ha tocado fondo en algún proceso de descomposición comunitaria, institucional, política o económica y sin embargo la realidad nos sigue sorprendiendo con cosas más negativas, complicadas y muchas veces ininteligibles.
Así parece estar hoy el mundo que ya ha vivido dos guerras mundiales, el lanzamiento de bombas atómicas, el holocausto de los nazis contra los judíos, la guerra fría, las terribles torturas, desapariciones y asesinatos de las dictaduras de extrema izquierda y derecha, una pandemia que costó cientos de miles de vidas alrededor del mundo y tuvo a todos encerrados sin saber si habría futuro, llenos de miedo y de dolor por las pérdidas y muchas cosas terribles más.
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Sin embargo ahora vemos al ascenso de líderes populistas de ambos lados del espectro político -que incluso ya es impreciso para definir las posiciones ideológicas en estos tiempos inéditos- que van construyendo regímenes autoritarios e imponiendo sus ocurrencias sin ninguna base científica o técnica pero con una infalible estrategia discursiva que impone narrativas que arrastran a grandes mayorías, incluso de grupos ilustrados de las sociedades donde se imponen.
En todos los medios y redes sociales vemos hoy el renacimiento de las guerras cada vez más inhumanas en las que mueren miles de personas inocentes por la lucha de poder entre naciones lideradas por estos nuevos dictadores democráticamente electos e inexplicablemente con altos índices de popularidad.
Presenciamos también la cacería cruel y despiadada de migrantes que han cometido el grave delito de buscar un trabajo y una vida digna libre de la pobreza y la violencia que padecen en sus lugares de origen, separando familias, allanando escuelas, templos, comercios, fábricas, etc.
Además de los enfrentamientos propiamente bélicos, estamos inmersos también en una ola creciente de violencia ocasionada por el crimen organizado que es ya una poderosa empresa transnacional y que controla economías, gobiernos, instituciones, policías y ejércitos, dejando en situación de terror y vulnerabilidad a millones de personas inermes ante la inacción de la autoridad que se preocupa por imponer su narrativa de una realidad alterna en la que todos viven felices y en conservar los niveles de popularidad y de votos para ir controlando todos los espacios vitales y reprimiendo todo intento de crítica sea de la sociedad o de los periodistas y líderes de opinión.
Como expresan popularmente muchos jóvenes, todas estas cosas y otras muchas que no caben en este espacio parecen ser “señales del Apocalipsis”, signos de una progresiva y tal vez inevitable ruta de la humanidad hacia su autodestrucción. En este escenario, la mal llamada inteligencia artificial (IA) gana terreno mientras la auténtica inteligencia humana retrocede, dejando en manos de los medios tecnológicos y sus algoritmos desde las cosas más triviales hasta las decisiones más trascendentes para construir una buena vida humana.
Las instituciones educativas y muchos investigadores y académicos están ya subidos al tren de la IA, explicando qué es y cómo utilizarla en los procesos de formación sin preguntarse para qué introducirla y cuáles son los riesgos intelectuales, éticos y sociales que conlleva.
Esta batalla en la que están en juego tanto la elemental supervivencia como especie como la búsqueda de una vida humana, de ese vivir para vivir que nace desde lo profundo de todos nosotros, aún no termina y ya está dejando muchos cadáveres en el camino. Cadáveres de carne y hueso entre las víctimas del genocidio en Gaza, de la invasión a Ucrania, de los bombardeos de Israel a Irán, de las personas que emigran de sus lugares de origen y muchas veces perecen en su intento, de los millones de empobrecidos, de enfermos sin acceso a servicios de salud y medicamentos, etc.
Cadáveres también intangibles pero esenciales para vivir humanamente como la inteligencia humana, el pensamiento crítico, la solidaridad y la empatía, la fraternidad, la paz, las búsquedas espirituales, las necesidades afectivas de aceptación y amor, el disfrute de la belleza, la capacidad de buscar en la incertidumbre y disfrutar el proceso con todo y sus frustraciones, la vivencia humana del dolor que también hace crecer y muchas otras cosas que se van muriendo silenciosamente mientras escuchamos y vemos el ruido de las redes sociales, de los discursos políticos y mercadológicos grandilocuentes y nos volvemos víctimas de la hipnopedia que nos hace responder como zombis ante los estímulos programados por los algoritmos del mundo virtual.
“Tanto amor y no poder nada contra la muerte” podríamos decir hoy los que nos dedicamos a la educación y creemos en la posibilidad de una humanidad mejor, auténticamente mejor por el esfuerzo inteligente, crítico, responsable y amoroso de todos y no mejorada por los espejismos del mito de la ciencia y la tecnología o de las ideologías populistas. Así se siente el ambiente en muchos grupos de educadores y educadoras de buena fe, que están hoy desmoralizados ante el escenario apocalíptico que envuelve al mundo.
Sin embargo, como he repetido y seguiré repitiendo, la educación es la profesión de la esperanza -que no del optimismo, como también lo he dicho antes- y quienes estamos comprometidos con una educación personalizante tenemos que recargar nuestras energías y mantener viva esa convicción de que lo que hacemos tiene sentido y seguir con nuestro trabajo manteniendo el ruego: “Quédate, hermano”, hasta que un día: “…todos los hombres de la tierra le rodeen y el cadáver…” o los cadáveres les vean tristes, emocionados y se incorporen lentamente, abrazando al primer hombre y echen nuevamente a andar.
EL PEPO