Thelma Gómez Durán
A Carlos Márquez Oyorzábal lo mataron la noche del sábado 3 de abril de 2021. Un grupo de hombres lo interceptó en uno de los caminos de la sierra de Guerrero, al sur de México, cuando iba en su cuatrimoto con dos de sus hijos (de 18 y 12 años) de regreso a su comunidad Las Conchitas, después de comprar víveres. Antes de liberar a los muchachos, los obligaron a mirar cómo torturaban y asesinaban a su padre.
Carlos Márquez tenía 43 años y cuatro hijos. Era comisario municipal de Las Conchitas, una pequeña población del municipio de San Miguel Totolapan; zona serrana donde aún es posible encontrar tierras habitadas por árboles, pese a la expansión de los cultivos de amapola y la presencia del crimen organizado que, durante los últimos años, ha hecho de la tala ilegal parte de sus negocios.
Hace poco menos de un año, Márquez y otros habitantes de pequeños poblados de San Miguel Totolapan se organizaron para crear su propia policía comunitaria y defenderse del grupo que, además de controlar el cultivo de amapola, entra a sus bosques para talarlos y —en asociación con empresarios de aserraderos de la zona— comercializa esa madera con documentos falsos, de acuerdo con integrantes del Observatorio para la paz y el Desarrollo de la Sierra de Guerrero.
Desde finales de 2019, integrantes de ese Observatorio informaron sobre la urgencia de contar con presencia institucional en la zona para proteger a las comunidades y sus bosques. Sus denuncias no se escucharon. Ahora, el nombre de Carlos Márquez Oyorzábal se suma a la lista de defensores de medio ambiente y territorio asesinados en México. Tan solo durante los primeros cuatro meses de 2021 se han contabilizado seis casos; cinco de ellos en Paso de la Reyna, Oaxaca.
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El asesinato de Carlos Márquez sucedió 19 días antes del 22 de abril de 2021, fecha de la entrada en vigor del Acuerdo de Escazú, el tratado de América Latina y el Caribe que, por primera vez, reconoce a los defensores de derechos humanos en temas ambientales y obliga a los Estados a protegerlos.
El Acuerdo de Escazú, además de impulsar la protección de los defensores de ambiente y territorio, tiene como objetivo que los Estados de la región garanticen el acceso a la información pública, a la participación ciudadana y a la justicia en temas ambientales.
En México —uno de los doce países que ratificó el tratado y con ello impulsó su entrada en vigor— el Acuerdo de Escazú buscará implementarse en un contexto en el que historias como la de Carlos Márquez también se encuentran en zonas como la Tarahumara o la sierra de Jalisco; en una nación donde se han documentado más de 500 conflictos ambientales, en donde los mecanismos de participación ciudadana —como las consultas— se han transformado en meros trámites; en un país donde las dependencias ambientales intentan funcionar con el presupuesto más bajo de toda su historia y en donde el gobierno federal es el principal promotor de megaproyectos.
“El Acuerdo de Escazú llega en un contexto nacional bastante complicado, un contexto hostil e impune, sobre todo para los defensores”, reconoce Tomás Severino, director de Cultura Ecológica, una de las organizaciones de la sociedad civil que, desde hace más de una década, impulsaron la existencia del tratado regional.
Pese al contexto adverso, Tomás Severino confía en que Escazú será una herramienta poderosa para la defensa del medio ambiente, que no se quedará en el papel como ha sucedido con otros tratados ambientales. “Este es un acuerdo de derechos humanos y eso hace una gran diferencia. Escazú es un paraguas mucho más amplio”.
En la comunidad de Cedros, municipio de Mazapil, Zacatecas, muchas familias dependen del agua que les distribuye la mina; la empresa es la que tiene las concesiones para la extracción de agua/ Foto: Adolfo Valtierra
Las organizaciones de la sociedad civil jugaron un papel vital para impulsar el Acuerdo de Escazú. Fueron ellas las que, hace ya algunos años, promovieron la creación de un instrumento para América Latina y el Caribe que se enfocara al cumplimiento del Principio 10 de la Declaración de Río sobre Medio Ambiente y Desarrollo de 1992, el cual señala que toda persona debe tener acceso a la información, participar en la toma de decisiones y acceder a la justicia en asuntos ambientales. Para esto se tomó como ejemplo el Convenio de Aarhus, que adoptaron los países europeos desde 1998.
La bióloga Olimpia Castillo, de Comunicación y Educación Ambiental, recuerda que fue durante la Conferencia de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas del 2012, conocida como Río+20, cuando se promovió la creación de un tratado para América Latina y el Caribe. Tuvieron que pasar seis años para que, en marzo de 2018, se concretara lo que formalmente es el “Acuerdo Regional sobre Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe”, pero que se conoce coloquialmente como el Acuerdo de Escazú, nombre de la ciudad de Costa Rica donde se adoptó.
En países como Perú, Chile o Paraguay, los sectores empresariales y políticos presionaron para que Escazú no prosperara. En México eso no sucedió. Integrantes de la sociedad civil que impulsó el tratado coinciden en que en el país su ratificación tardó dos años por el cambio en la administración pública y la emergencia sanitaria provocada por la pandemia del COVID-19.
Hoy son las mismas organizaciones civiles que promovieron el acuerdo las que, junto con la Secretaría de Relaciones Exteriores, realizan una evaluación sobre cómo se encuentra México y sus leyes ambientales respecto a lo que establece el Acuerdo de Escazú.
Un primer diagnóstico muestra que el país tiene un camino recorrido en el tema de acceso a la información, al contar con una ley sobre el tema y con el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI). Pero aún se tienen pendientes para garantizar el derecho al acceso a la información en temas ambientales.
Por ejemplo, el Acuerdo de Escazú señala que es obligación del Estado contar con sistemas de información ambiental actualizados, los cuales incluyan, entre otras cosas, el listado de zonas contaminadas, por tipo de contaminante y localización. Esta información no está disponible en México.
El Estado también deberá promover el acceso a la información ambiental que se encuentre en manos de privados y que tenga que ver con concesiones, contratos, convenios o autorizaciones que se hayan otorgado e involucren el uso de bienes, servicios o recursos públicos.
Xavier Martínez, director operativo del Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA), recuerda que con la entrada en vigor el Acuerdo de Escazú, México también debe construir un sistema de alerta temprana relacionado con amenazas inminentes a la salud pública o al medio ambiente.
Además, el país tendrá que presentar, por lo menos cada cinco años, un informe sobre el estado del medio ambiente. Toda esa información debe difundirse en forma accesible para todas las personas.
Las acciones que el país debe realizar para garantizar el acceso a la información en temas ambientales son mínimas si se comparan con los grandes retos que tiene para cumplir con lo que marca el Acuerdo de Escazú en temas de participación ciudadana, justicia ambiental y protección a los defensores de ambiente y territorio.
En México, además de las organizaciones, la subsecretaria de Relaciones Exteriores, Martha Delgado, impulsó la ratificación de Escazú. Antes de ser funcionaria, Delgado formó parte de la sociedad civil que empujó la existencia del acuerdo/ Foto: Cortesía Relaciones Exteriores
Cuando el Acuerdo de Escazú aún era una promesa, cuando estaba en el periodo de firma y no había certeza sobre su futuro, en tribunales mexicanos ya se le invocaba para exigir derechos.
Así sucedió en, por lo menos, dos casos. Uno de ellos fue en la denuncia contra la construcción de una presa de jales de Grupo México, cerca de la comunidad de Bacanuchi, en el estado de Sonora. Cuando se presentó esta demanda, los habitantes del poblado localizado al norte del país ya conocían bien los efectos negativos de la minería. En 2014, una mina perteneciente a Grupo México derramó 40 millones de litros de sulfato de cobre en los Ríos Sonora y Bacanuchi.
En el caso de la nueva presa de jales, los habitantes de Bacanuchi reclamaron que ésta se construyó sin un proceso previo de información y consulta a la comunidad. Durante el proceso legal, se citó el Acuerdo de Escazú, explica la abogada Victoria Beltrán, coordinadora del área legal de PODER, organización civil que acompaña en sus demandas a la comunidad.
En octubre de 2018, la Suprema Corte de Justicia de la Nación falló a favor de la comunidad de Bacanuchi, al señalar que se violó su derecho a participar de manera informada en decisiones que pudieran afectar el medio ambiente sano. Los jueces reconocieron, por primera vez en México, el derecho de consulta previa para una comunidad no indígena; además, ordenaron al gobierno realizar una reunión pública de información para explicar el alcance del proyecto. Aún así, la lucha de Bacanuchi continúa, porque hasta ahora está pendiente el cumplimiento de la sentencia.
Para Beltrán, el Acuerdo de Escazú abre la puerta para comenzar un rescate y reapropiación del derecho a la participación, “un derecho que en algún momento se desvaneció”.
Un ejemplo de lo que señala Beltrán es el caso de la consulta pública que se realizó entre noviembre y diciembre de 2019 para uno de los proyectos insignia del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, el llamado Tren Maya que se construye en la Península de Yucatán, al sur de México, en un territorio donde se encuentra uno de los bosques tropicales más importantes en América Latina y el Caribe: la selva maya.
La Oficina de México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ONU-DH) advirtió que la consulta para el Tren Maya no cumplió con los estándares internacionales.
Victoria Beltrán destaca que para garantizar el derecho a la participación, ésta tiene que ser “significativa, efectiva y que influya en la toma de decisiones”. Para lograrlo, apunta, se tendrá que poner el acento en revertir los desequilibrios de poder en el momento de implementar el Acuerdo de Escazú.
Para el abogado Xavier Martínez, del CEMDA, el Acuerdo de Escazú tendrá que ayudar a impulsar la participación “en espacios donde tradicionalmente se ha ignorado la voz de las comunidades; como sucede con el otorgamiento de los permisos de cambio de uso de suelo, las concesiones mineras o las concesiones de agua”.
Entre mejor se implemente el Acuerdo de Escazú en la parte de información y participación, destaca la abogada Victoria Beltrán, “se podrá disminuir los conflictos ambientales”.
Panorámica de la Mina Peñasquito, ubicada en el estado de Zacatecas, México. Desde 2008, autoridades mexicanas entregaron a la mina concesiones de agua, basándose en estudios realizados por la propia empresa/ Foto: Lucía Vergara
El Acuerdo de Escazú propone “una transformación de la gobernanza ambiental”, han señalado organizaciones que acompañan a comunidades en su defensa del ambiente y el territorio, entre ellas Fundar, Centro de Análisis e Investigación.
La entrada en vigor de este tratado, destacó Fundar en un comunicado en enero pasado, es una oportunidad para que el Estado mexicano avance y muestre voluntad de cumplir con los derechos humanos ambientales, “asignando los recursos necesarios”.
Desde el sexenio de Enrique Peña Nieto (2012-2018), el sector ambiental enfrenta una disminución importante en su presupuesto. Esa tendencia se agudizó con el actual gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
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*Foto de portada: Campesinos de San Miguel Totolapan crearon una policía comunitaria para defender sus bosques. En la imagen, el primero a la izquierda es Carlos Márquez, asesinado el 3 de abril de 2021/ Foto: cortesía Observatorio para la Paz y el Desarrollo de la Sierra de Guerrero
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