*Tercera parte de la serie: Militarización en México
Es verdad que la formación militar es muy diferente a la formación policial, es cierto que, en tanto estructuras del estado, se trata de dos fuerzas armadas con objetivos diferentes y tampoco es menos verdad que mucho del desastre sufrido en materia de seguridad y derechos humanos en las últimas tres décadas encuentra su raíz en suponer como sustitutos o peor aún, como sinónimos, aparatos del estado que no son uno ni lo otro.
A este respecto existen al menos cuatro hipótesis que contribuyen a comprender aspectos del fenómeno de la militarización de la seguridad; todas tienen algún sustento y todas son deficientes. La primera hipótesis es la preferida por la población en general y la podemos llamar hipótesis de la integridad; la segunda hipótesis es la preferida por los comentaristas en materia de seguridad, y se le puede nombrar como hipótesis de la impotencia; la tercera es la preferida por los científicos políticos, y a ella se le puede referir como hipótesis del desgaste y la cuarta es la preferida de la burocracia, misma que aquí denominamos hipótesis institucional.
La hipótesis de la integridad defiende la necesidad de militarizar la seguridad pública como respuesta a la corrupción de los cuerpos policiacos. Encuentra fundamento en la mística creada en torno al sector militar (…ellos son diferentes…) y la convicción que subyace en su defensa es que, a diferencia de los cuerpos de seguridad civiles, las fuerzas armadas son más impermeables a la corrupción.
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De suyo se trata de una posición un tanto ingenua y al menos en el entendimiento popular no especializado, se legitima con la confusión y la ignorancia: una cosa es que en el pasado la corrupción al interior de las fuerzas armadas militares no fuera tan conocida, y otra que no fuera posible, que no fuera real, que no fuera común o que no fuera grave. Los casos históricos que en su momento llamaron mucho la atención por parecer, precisamente, excepcionales, hoy deberían ser re-evaluados y juzgados como lo que probablemente eran: puntas del iceberg que en su momento la censura en medios, la opacidad militar y el autoritarismo estatal no permitían conocer.
Casos como el uso que se hizo de las fuerzas armadas para la detención de Joaquín Hernández Galicia –sembrando un arsenal de armas de uso exclusivo del ejército en la propiedad del líder sindical- en 1989, o hechos como los ocurridos en Llano de la Víbora en Tlalixcoyan, Veracruz en 1991, cuando agentes de la PGR se enfrentaron con elementos de la SEDENA por la detención de una avioneta cargada con drogas -evento en el que al día de hoy no queda claro cuál de los dos grupos estaba ahí para detener a los delincuentes (si es que alguno estaba ahí para ello) y cuál para protegerlos- entrarían en este rubro.
La hipótesis de la impotencia se construye a partir de una aproximación un tanto más técnica pero no por ello menos ideológica. Esa aproximación sostiene que el elemento clave para explicar –y según sus defensores, para justificar- la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública es su capacidad para la violencia: si la delincuencia tiene una capacidad de fuego mayor que la policía, entonces el estado debe hacer uso de las herramientas disponibles en el siguiente nivel.
Aunque en principio la aproximación parece plausible, de suyo, es equivocada también. Por una parte, la delincuencia común casi por definición tiene un poder inferior a las estructuras policiales (definiendo ese poder como capacidad de acción como resultado de equipamiento, entrenamiento, infraestructura, organización, inteligencia, líneas de control, abastecimiento, etc.). Y tomando en cuenta que es exactamente este tipo de delincuencia el que más preocupa al ciudadano común –como han demostrado a lo largo de los años las diferentes métricas en la materia- entonces no hay, al menos en estos términos, un argumento sólido para justificar la militarización de los cuerpos de seguridad.
En lo que toca a esta hipótesis, el caso de la delincuencia organizada parecería ser diferente. La delincuencia organizada se alimenta de la capacidad instalada de la delincuencia común y la multiplica sumándole logística y coordinación; de esta forma al allegarse de recursos humanos, materiales, administrativos y financieros se convierte en una amenaza mucho mayor. En esta óptica, parece legitima la participación de las fuerzas armadas, y dicha legitimidad se construye sobre la siguiente lógica: una amenaza armada incrementada exige una respuesta armada igual o superior, pero en el sentido contrario. Pese a que el argumento parece impecable, no lo es. En las tareas de seguridad pública, por norma, el uso de la violencia debe ser proporcional a la amenaza, debe ser al mínimo indispensable y no al máximo posible y debe ser reactivo, no proactivo. De acuerdo con la norma, la violencia en manos de los cuerpos de seguridad es el último recurso con el que cuentan los agentes de la ley, no el primero. Ahí cuándo y dónde las fuerzas del estado policiales y militares abandonan estos principios, por definición, por norma y por ley, han dejado de ser cuerpos de seguridad para convertirse, efectivamente, en escuadrones de la muerte. El caso de la muerte de Marco Arturo Beltrán Leyva en Cuernavaca, Morelos, en 2009 a manos de efectivos de la marina armada pareciera ser un ejemplo de lo anterior.
Un estado democrático enfrenta a las organizaciones de la delincuencia organizada en primerísimo lugar con sistemas de inteligencia; con base en ella, se les reduce mediante operativos policiales, y sólo en circunstancias excepcionales, se hace uso del poder armado, civil y/o militar. Entendidas las cosas de esta forma, argumentar la necesidad militar a rajatabla, sin mejorar sistemas de inteligencia, de procesamiento de la información, de capacitación, administración y condicionales laborales en el sector policial es básicamente confundir las excepciones con la norma. El caso de la detención y posterior liberación de Ovidio Guzmán en 2019 en Culiacán, fue muy claro en ese sentido: fue tan mediático precisamente por ser tan excepcional, mientras que la detención sin hacer uso de la violencia de Alfredo Beltrán Leyva en 2008, la de José Antonio Yépez Ortiz en 2020 y la de una infinidad de personajes más -incluyendo la detención de Joaquín Guzmán Loera en 2016- son en realidad la norma.
La hipótesis de la militarización por desgaste es una hipótesis derivada de las dos anteriores cuando las cosas funcionan mal. La idea que la explica es la siguiente: ante la incapacidad civil de mantenerse al margen de la corrupción y contener el avance y crecimiento de las organizaciones criminales, los cuerpos castrenses han tenido que salir del limbo social en el que se constituían sus cuarteles y se han visto obligados a interactuar con la sociedad en la peor de las circunstancias. Al tiempo, y tomando en cuenta que toda acción política pública es imperfecta, el resultado es evidente: acusaciones por violaciones a derechos humanos, pérdida del prestigio histórico, acusaciones de corrupción, de connivencia con la delincuencia, de abuso de autoridad, etc. Es decir: la participación en tareas de seguridad pública ha traído a la institución militar costos y pérdidas que los incrementos presupuestales no alcanzan a subsanar.
En este entendido en el balancín de las relaciones cívico-militares hay un déficit en el segundo que el primero debe compensar, y que sólo es posible atender cediendo espacios de poder. La participación –desde hace años- de militares en retiro o con licencia como titulares en las secretarías de seguridad en los tres niveles de gobierno y más recientemente la cesión al control militar de aduanas, puertos y la construcción de instalaciones antes a cargo del poder civil podrían tener, todos, una lectura en esta dirección.
Finalmente, la cuarta hipótesis es básicamente la que constituye el discurso oficial. En su planteamiento la explicación parece completa: las tareas de seguridad son competencia de tantas instancias gubernamentales como sea posible, las de seguridad pública, sí, pero también las de seguridad social, y de cara a la realidad contemporánea de las organizaciones criminales, de la economía globalizada y de las amenazas internas y externas, también las de seguridad nacional.
En este entendido la militarización se presentaría como un fenómeno expansivo que trasciende la esfera de la seguridad pública, que se ha venido gestando desde mucho antes de la llamada “guerra contra las drogas” del presidente Felipe Calderón y cuyos antecedentes podrían rastrearse incluso a medio siglo de distancia, a 1965, cuando por mandato presidencial se creó el Plan DN-III-E como “Plan de Auxilio a la Población Civil”.
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La deficiencia que tiene esta hipótesis es que el planteamiento de origen no fue seguido por una actualización de la relación cívico-militar: las fuerzas armadas se actualizaron, sí, pero sólo en su propia esfera de competencia: mejoraron presupuestos, y con ello, equipamientos, capacitación, tecnología e infraestructura en general, pero sin revisar ni actualizar el entendimiento de su propio papel como actor político y social. Es decir: la realidad impuso la necesidad de que las fuerzas armadas tuvieran un papel mayor en la organización social –y no necesariamente como agentes de la violencia estatal- y esa necesidad fue reconocida por el gobierno, incluso por el estado en su conjunto, pero las fuerzas armadas no se transformaron para adaptarse a los nuevos tiempos, tan solo se insertaron en la modernidad siendo lo que de por sí eran, pero con una capacidad agresiva mayor. Y es justo aquí en donde estriba lo ríspido de su inserción en las tareas otrora territorio exclusivo de la autoridad civil: llegaron a la sociedad del siglo XXI tan solo con su experiencia contrainsurgente del siglo XX y con doctrinas, filosofías, visiones, concepciones e ideologías del siglo XIX.
En pocas palabras, vino viejo en botellas nuevas.
La militarización que sufrimos -y no sólo en materia de seguridad sino de la sociedad en su conjunto- es en realidad un fenómeno que está más allá del entendimiento intuitivo que tiene de ella la población, está más allá también de las explicaciones mecanicistas frecuentes entre los especialistas en materia de seguridad y defensa y está más allá de los cálculos de cuotas de poder tan frecuentes entre los politólogos. Y aunque la justificación oficial recoge algo de la complejidad que permite la comprensión del fenómeno, se queda corta pues adolece de un doble déficit en la teoría: por una parte, las fuerzas armadas no se re-imaginaron y por ello no se re-inventaron para ser agentes pertinentes en un mundo nuevo, gestando nuevas formas de acción e interacción (primer déficit); y por otra parte, las autoridades civiles tampoco tuvieron la capacidad de construir para ellas espacios de socialización más allá del uso de la fuerza y la emergencia por desastre natural (segundo déficit). Las consecuencias prácticas de estos adeudos teóricos son de todos conocidas.
Y entonces la pregunta que resta es ¿existe algún modelo que permita comprender el proceso de militarización social de México, más allá de la experiencia individual del país y en el marco de procesos de conflictividad más generales dentro de los que se pueda inscribir la tragedia nacional? La respuesta es sí, y ese será el tema de la siguiente entrega.
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*Foto de portada: @SEDENAmx | Twitter
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