MEMORIA SÍSMICA
#MemoriaSísmica #S19 #terremoto85 #FuerzaMéxico
La vibración recorre todo mi cuerpo: empieza a kilómetros de distancia, pasa a través de capas y capas de tierra, asfalto y varilla hasta hacer contacto con mi piel. Las palmas de mis manos son las primeras en sentirla y, de ahí, sigue su camino a cada centímetro de mi ser. ¿Cuánto durará esto? No lo sé. ¿Es trepidatorio u oscilatorio? Poco importa. ¿Sonó alguna alarma? Es probable que no. ¿Qué hacen las personas a mí alrededor? Lo mismo que yo.
He vivido temblores antes, pero este es el primero que realmente siento. Y no es que sea más fuerte que los otros. O quizá sí, no lo sé. Si siento este temblor y no los anteriores es porque la profesora ha dado la instrucción de meternos debajo del pupitre. Así, y solo así, es que la vibración de la tierra se vuelve real para mí de manera irrefutable, al recibir las ondas de la tierra directo en las manos.
Estoy en mi salón de primero de secundaria, en un segundo piso de un edificio construido en la década de 1940, al oriente de la ciudad de Puebla. Hoy, a más de 20 años de aquel momento, quiero pensar que nadie busca protegerse de un temblor escondiéndose debajo de una mesa o escritorio. Y, sin embargo, si de algo estoy seguro, es que de esta manera, a los 13 años, sentí mi primer temblor.
*
Avenida Cuauhtémoc de la CDMX. Camino sobre el carril confinado del metrobús. Nos hicieron bajar en Obrero Mundial pues la siguiente estación está cerrada. Hubo algún daño en el camino o en el andén, o el edificio cercano está a punto de colapsar, no lo sé. Hoy se cumple un mes del terremoto y apenas caigo en cuenta. Cuando llego a la estación cerrada no veo nada extraño, salvo el edificio del Servicio Nacional del Empleo, en la esquina de la diagonal San Antonio, con todo el costado derecho caído.
Mientras sigo mi camino y veo a otros peatones y ciclistas sobre ese mismo carril que regularmente nos está prohibido, pienso que lo verdaderamente osado sería caminar sobre las vías del metro. Recuerdo entonces esa imagen de mí, pequeño. Mi hermana no ha nacido, así que tengo 2 o 3 años. Junto a mí está mi abuela Totochi, Marcos su chofery ¿mi mamá? Me pregunto entonces, como otras veces al recordar esta imagen, si no es una escena que me inventé: uno no puede caminar por las vías del metro pues están electrificadas, ¿no? Y aunque no lo estuvieran, nadie camina por ahí; menos cuando eres una mujer de 70 años con tu nieto de 3. Estoy a punto de desechar este recuerdo como falso cuando una última posibilidad surge: ¿y si las circunstancias que hicieron posible esa caminata son similares a las de ésta, 32 años más tarde? ¿Cuánto tiempo permanecieron sin funcionar algunas líneas del metro tras el terremoto del 85? ¿la gente se podía pasear por las estaciones como Pedro por su casa?
Regreso al presente y recuerdo que voy rumbo al departamento de mi amigo Tabaré, que vive en la Del Valle y que, junto con la Roma y la Condesa, fueron de las más afectadas. La semana pasada leí un artículo de Héctor Aguilar Camín donde escribe que siempre es esa zona la que se ve más afectada, no el Centro por ser más viejo, como pudiera pensarse. No: es ahí, exactamente a donde me dirijo, que el terreno es más inestable por estar sobre una capa de lodo. Certeza sísmica, la única que tenemos los capitalinos, escribe el esposo de la Mastretta.
*
Ese día mi mamá cumplió años, 54 para ser precisos. La vi rápido a la hora de la comida, antes de irme a trabajar a la gasolinera de La Junta, sobre la Prolongación Reforma, a unos pasos del Puente de México, antigua salida de la ciudad rumbo a la capital de la Nueva España. Mi labor consistía en recibir a las unidades de una línea de autobuses urbanos y registrar en una bitácora el kilometraje y la cantidad de litros de combustible que cargaban, para finalmente firmar el recibo de pago que los choferes debían entregar al concesionario de la ruta cada noche al terminar su jornada. Así era cada tarde y ese fue mi trabajo los tres años de preparatoria y los primeros años de la universidad.
Esa tarde, como todas las demás, leía para apaciguar el tedio entre un camión y el siguiente. A veces lo hacía recargándome en una columna, otras me sentaba al lado de alguna bomba de diésel. De ese lado de la gasolinera, los bloques de asfalto quebrado oscilaban con el paso de los vehículos sobre ellos. No recuerdo qué leía esa día, pero sí mi posición exacta: el hombro derecho apoyado en la bomba, la espalda hacia el boulevard y el cuerpo inclinado hacia el frente. De pronto, el piso empezó a moverse debajo de mis pies. Aparté la vista del libro en busca del autobús al que debía atender. No había tal. Tardé varios segundos en entender qué pasaba. Creo que la certeza llegó hasta que me incorporé y vi los cables ondear como si las manos de un gigante jugaran con los postes. El mismo gigante daba tirones al arroyo vehicular como un pedazo de hule. Mi primer impulso fue la parálisis. Luego, me parece recordar, tuve el mínimo de prudencia y me alejé de los cables y de las bombas, aunque no lo puedo asegurar.
¿Estás bien, güero?, estuvo fuerte, ¿no?, me preguntó el despachador. Sí, todo bien, Mai’, voy a ver si puedo marcarle a mi mamá. Mi primer celular llegaría dos años después, al ingresar a la universidad, así que fui a preguntar a la administración de la gasolinera si podía hacer una llamada. No recuerdo si había línea, aunque sospecho que tardé varios minutos en tener éxito. Todos en mi casa estaban bien. Solo fue el susto y algunos objetos caídos. La mayor consecuencia para mi familia fue relacionar desde ese día y para siempre, el cumpleaños de mi mamá con uno de los temblores más fuerte que ha sentido Puebla en su historia reciente. El resto de los poblanos no saben nada del cumpleaños de mi madre, solo recuerdan la caída del campanario de la iglesia de San Agustín, los daños al edificio Carolino y a la catedral, y las decenas de muertes de ese 15 de junio de 1999.
*
Esta mañana estuve en la Biblioteca de México, cerca de La Ciudadela, participando en una conferencia de prensa sobre la próxima exposición que tendremos en la Galería del Palacio Municipal. Al terminar, recorrí ese hermoso lugar y me detuve en el espacio donde se conserva el acervo personal de José Luis Martínez, el mítico diplomático, crítico y editor. Subí al tapanco para trabajar un poco. A los cinco minutos sentí una vibración en el piso. Lo primero que pensé, un temblor. Cualquier otro momento o lugar, antes de llegar a esa conclusión hubiera repasado otras posibilidades, como la del metro que pasa justo debajo. No entiendo cómo pueden vivir así en esta ciudad.
No es nada agradable, pero el acervo de ese lugar lo compensa, me escribe Sergio por FB luego de comentar al respecto en mi muro. Lo puedo entender. Lo que me cuesta más trabajo es el masoquismo al que me enfrento esa misma noche en mi salida con Tabaré y Moramay, su novia. Ella es actriz y esta noche su equipo participa en el estreno de la segunda temporada de Under Match, un torneo de improvisación. El lugar en el que estamos se llama Bajo Circuito y su nombre no puede ser más explícito. Cada vez que un camión pasa por el puente del Circuito Interior sobre nosotros, cada centímetro de pared, techo, piso y columnas vibra. Cuatro, cinco veces y sigo sin acostumbrarme. ¿Cómo es que la gente en esta ciudad puede construir lugares así?, ¿cómo es que se dice, voy a relajarme debajo de toneladas de concreto? Sigo sin entender.
El Under Match ha terminado y yo logré olvidarme de esos micro-temblores que se repitieron durante toda la velada. Las risas y el par de cervezas ayudaron. Sin embargo, el director del torneo nos regresó a la realidad al recordarnos que hoy se cumple un mes del terremoto que tiró su academia de actuación.
Tabaré y Moramay son de carrera larga, así que nos quedamos a escuchar un poco de música. Sobre el escenario, Valeria Cox, una chilena de voz y presencia sísmicas. La cebada fermentada y la pronunciación perfecta de Cox al cantar a Édith Piaf me hacen recordar a Marjorie, quien está en Francia y lleva más de un mes fuera de México para ya no volver. No sé cuánto aguantaré sin ella y sin Malinali, mi hija; no sé si lograré terminar mi periodo en el Instituto antes de reunirme con ellas en nuestro nuevo destino.
Y oigo en la música los gritos, las risas que explotan y rebotan a mi alrededor. Y perdido, aturdido e indefenso por el recuerdo, me quedo ahí, Bajo Circuito, cuando de repente me doy vuelta, y la multitud de sentimientos preceden al ruido que no puedo apagar, al latido que no puedo calmar: tiembla, los puentes se quiebran, tiembla, y el mar se lamenta, pega con fuerza y violencia su olvido, el duro castigo que me ha condenado a llevar. Róbense mis tierras, quemen el planeta; ya no me importa, estoy borrando mi memoria. Si este ruido lo pudiera yo apagar, si el latido lo pudiera yo calmar. Tiembla, los puentes se quiebran, y el mar se lamenta… Llueva donde llueva, llueva en mi cabeza, ya no se moja la piel seca de mi boca…* Muchas gracias, ¿cómo andan?, ¿les gustó Tiembla? Un estreno, ¡un estreno para nosotros esta noche!, dice Cox.
¡Cómo pueden vivir así estos chilangos! Llamen al Uber y vámonos de aquí, por favor.
*Adaptación de versos de la canción La foule (1957), letra de Michel Rivgauche e interpretada por E. Piaf, y de Tiembla, de Valeria Cox e incluida en su EP Blanco (2017).
[quote_center]Memoria sísmica es un proyecto periodístico de Alonso Pérez Fragua para LADO B que se publica cada miércoles desde el 5 de septiembre de 2018. Busca materiales adicionales en Instagram y Twitter con el HT #MemoriaSísmica. Encuentra también la lista de canciones alusiva a esta crónica en Spotify en esta liga. [/quote_center]
EL PEPO