Lado B
La alegría legítima detrás del balón
Marco Antonio Vázquez Nucamendi, 2o lugar Categoría Opinión, Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo
Por Lado B @ladobemx
08 de octubre, 2015
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Este texto fue publicado el 14 de junio del 2014 en Sexenio.com.mx  y ganó el 2o lugar en la Categoría Opinión del Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo en Puebla.
Marcos Antonio Hernández Nucamendi *

@_nucamendi

futbol

Tomada de sexenio.com.mx

El escritor y cineasta, Pier Paolo Passolini, fue contundente sobre la conclusión del Mundial de México 1970: “la poesía brasileña le ha ganado a la prosa estetizante italiana”. De la misma manera, uno puede quedarse con la explicación unívoca del futbol: es el opio de los pueblos, el distractor de la conciencia de clase… el instinto por encima de la razón, la superstición que las masas merecen; o bien, puede entenderse como un sistema de representación del mundo, donde podemos entrar en contacto con la pelota, extensión física de la palabra: con todo lo que es y lo que no es.

Según refiere Juan Villoro, autor de Dios es Redondo y Balón Dividido, el futbol es “un espejo extremado de nuestras sociedades”, es decir, es el reflejo del comportamiento humano, de sus momentos más brillantes y solidarios, de sus episodios más oscuros y desafectivos, y claro está, de sus altas cuotas de sordidez y absurdidad. Un deporte que busca recuperar la infancia que no tuvimos —o que recordamos con gran esfuerzo—, es también el catalizador de problemas ajenos a la cancha.

La manipulación política y mediática, la especulación económica y financiera, el dopaje en todas sus variantes, el nacionalismo y sus herederos más moderados, el racismo y la xenofobia, el machismo y la violencia sin sentido (léase a Richard Kapuściński en La Guerra del Futbol), son apéndices que estallarán y encarnarán en cualquier minuto de descuento, mas no por ello deben ser los argumentos de alguien que guste descalificar a lo que Albert Camus, escritor, filósofo y guardameta argelino, consideraba la mejor cátedra sobre moralidad existente.

Si como Benjamín Espósito y Pablo Sandoval, los protagonistas de El Secreto de Sus Ojos de Juan José Campanela, nos detenemos a pensar en “los tipos”, en “todos los tipos”, llegaremos al siguiente resultado: podemos cambiar de cara, de casa, de familia, de cónyuge e incluso de Dios, pero hay una cosa que no podemos cambiar… no podemos cambiar de pasión. Y no digo esto como escape fugaz a la intelectualidad, que sugiere que los más allegados a este circo pensamos mejor con los pies, sino como una prueba más de que la fórmula de la felicidad, como decía Friedrich Nietzsche, se encuentra en “un sí, un no, una línea recta, una meta”.

Lo anterior no significa abandonarse a la distracción de las preocupaciones cotidianas o a La Peste –por regresar a Camus-, sino al reconocimiento de que una vida plena requiere de espacios para el asombro, sea el futbol o cualquier otra cosa; si el club necesita del hincha, la vida necesita de pasión, de lo contrario somos solamente bolsas vacías, almas sin colores.

Hay que ser sinceros, noventa minutos no impedirán que los debates legislativos sigan teniendo lugar a espaldas de la ciudadanía, ni que los gobiernos y los medios sigan intentando, infructuosamente, apropiarse de un juego que no les pertenece. El México-Brasil de la señal abierta no es el sustituto para el México-Peña Nieto del Zócalo capitalino o el Brasil-Dilma Rousseff de las calles de Río de Janeiro y Sao Paulo, es tan sólo una oportunidad para celebrar la irracionalidad y ejercitar la metáfora, para hacer más ricos e inolvidables los sentimientos en las gradas.

Para los pata de palo y los troncos del mundo, que sólo podemos encender estadios en el mundo virtual de los videojuegos o en el mundo de lo onírico, como reitera el uruguayo Eduardo Galeano (Futbol a Sol y Sombra), la solución para una carrera imposible y frustrada es sencilla: ser mendigos del buen futbol, del tercer pase, de la pelota amarrada al pie, de la jugada incomprensible que aún no comienza, y de lo que el marxista italiano, Antonio Gramsci, llamaba el “reino de la lealtad al aire libre”.

Hasta aquí podríamos terminar, pero como no nos basta con mirar el encuentro y queremos, como el pintor Castel en El Túnel de Ernesto Sábato, dar forma a nuestras obsesiones, los viernes por la tarde podemos acomodarnos en la Mesa 8 (véase Nostalgia en la Mesa 8 de Andrés Muschietti) y entregarnos a la nostalgia de la alegría legítima, convirtiendo un segundo de pena o de gloria en cualquiera de las cuatro estaciones de Vivaldi o Piazzolla: hablar durante horas sobre lo que pasó y no pasó en esos amargos y dulces instantes.

El futbol, asegura Galeano, “se parece a Dios en la devoción que le tienen muchos creyentes, y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales”; agregaría la facilidad con la que unos y otros se lanzan a defender o denostar lo irreductible, porque si algo es cierto, es que se trata de un deporte popular, sencillo y barato, que hasta para los más escépticos puede significar un pretexto que da pie a otros encuentros: una charla, unas cervezas, una apuesta y un grito, tal vez no de gol pero sí entorno a una pelota que juraron no perseguir.

En cambio, para quienes decidimos jugar o ver un partido, significa recordar un universo: las hazañas y los héroes que la abrumadora realidad y la necesaria madurez nos han arrebatado, los amigos que salieron de las canchas sin césped y las porterías sin redes, nuestro supuesto ADN cultural pero también la escuela, el llano o el barrio que le dieron forma, lo imprevisible de la vida y las distorsiones a la que ésta es y será sujeta, a la democracia negada que sólo se presenta cuando un regordete o un carasucia se atreve a hacer lo incomprensible… a la pausa de la conciencia, que a sabiendas del absurdo y lo ominoso, se detiene un par de horas para inquietarnos hasta la médula, devolviéndonos a ese sentido primitivo que los ojos y las manos tratan de olvidar todos los días.

Agobiado por la evolución de las reglas, la imagen, el sonido, los intereses y las sociedades, el futbol sigue siendo para muchos un momento de catarsis y desfogue; un espectáculo visual que genera ilusiones (Ilusión Nacional, Olallo Rubio), valiéndose de su odio por los discursos y su amor por las emociones.

Es justamente eso, un momento, no toda una vida; es un viernes o un sábado, no toda la semana. En todo caso, los mexicanos, vistos por nuestros pares sudamericanos, somos unos completos degenerados porque se nos hace perfectamente normal mezclar las camisetas cuando entramos a los coliseos de concreto, aunque también somos unos privilegiados, pues al ignorar la sensación de triunfo cotidiano —sin demeritar el que hayamos pasado de perder 7-1 contra España en las Olimpiadas de 1928 a ganarle la Medalla de Oro a Brasil en 2012—, somos menos propensos al patrioterismo.

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* Se reproduce con autorización del autor

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