Lado B
El llanto de mamá; nacer con violencia (1er lugar Reportaje)
Hugo de la Cruz, 1er lugar Categoría Reportaje, Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo
Por Lado B @ladobemx
08 de octubre, 2015
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Este trabajo fue 1er lugar en Categoría Reportaje en el Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo en Puebla

violencia obstetrica

En los pasillos de hospitales hay un mal silencioso diferente a muchos otros que ahí se atienden, se trata de un abrumador ‘fantasma’ que pocas autoridades se atreven a ver. La violencia obstétrica es el pan de cada día en las salas de expulsión en Tehuacán; un legado que ha convertido el parto placentero en una utopía generalizada. Lo documentan los expedientes, pero lo cuentan ellas: las madres que lo viven, las víctimas que casi nadie escucha.

Hugo de la Cruz Sánchez

@reportero19

Malparido (relato uno)

Carmen y Ricardo cruzaron la calle para abordar una colectiva que ya los esperaba en la esquina. Los dolores en el vientre de la mujer de apenas 22 años de edad anunciaban la llegada del segundo hijo a su matrimonio.

–Mejor nos vamos en taxi–, insistió Ricardo cuando notó que ella caminaba lento. Levantó la mano en señal de no; la ruta de transporte aceleró y se fue. Ricardo en realidad no tenía dinero para el taxi, se trataba únicamente de una expresión moral en apoyo de su esposa. Pagando sólo 25 pesos, después de mucho regateo, un taxista los trasladó al Hospital de la Mujer en la comunidad de San Lorenzo Teotipilco. Pero esa vez, ese 7 de septiembre de 2013, el destino les preparaba una inusual experiencia.

Cuando Carmen llegó a la clínica, inaugurada dos meses atrás por el gobierno del estado, una de las recepcionistas valoró su expediente y le pidió que esperara al médico.

Momentos antes, personal de enfermería la habían corrido del inmueble porque ingresó por la puerta incorrecta; era la primera ocasión que visitaba la clínica, era la primera evidencia de violencia obstétrica.

La embarazada no despegaba las manos de su abdomen y caminaba con dificultad.

–Sí aguanto–, contestó Carmen cuando Ricardo le preguntó si le dolía mucho. Casi una hora después, en medio de dolores y quejidos, un médico cuestionó a la mujer sobre su condición. La encaminó al área de Tococirugía. –¿Qué tienes?–, fue lo último que escuchó Ricardo y el doctor cerró la puerta.

Era casi mediodía y sin un diagnóstico certero, o por lo menos informativo, el médico regresó a la joven a su hogar. Aún no era momento.

–¿Qué dice?–, preguntó el esposo. –Me hizo tacto–, respondió ella con una expresión de dolor que le enchinaba la piel al hombre.

Él no quería irse de la clínica pero Carmen le dijo que eran indicaciones del especialista, y entonces partieron.

Ricardo Tehuintle le dobla en edad a su esposa, es divorciado y procreó dos hijos antes de vivir con su ‘Chata’, como le dice de cariño desde que la conoce.

–Yo digo que mejor nos regresemos–, replicó en el trayecto el hombre de estatura baja que usa gorra casi siempre porque no le gustan las canas de su cabeza.

Aquel sábado el matrimonio decidió volver al hospital por la tarde, nuevamente en taxi pese a su precaria condición económica, pero esta vez el conductor no se conmovió, cobró 80 pesos el viaje que salió de la bolsa de un amigo de Ricardo.

***
Foto: Hugo de la Cruz

Foto: Hugo de la Cruz

Carmen Oseguera es la hija mayor de una familia de muy escasos recursos que vive desde hace 54 años en Tehuacán. En su casa los techos son de lámina y los pisos de tierra. Maderas, costales y cartón fungen como vidrios de las ventanas. Esta casa, pequeña como muchas, cálida en verano y fría en invierno, luce polvorienta y en silencio casi siempre.

Cuando uno llega al hogar de Carmen, un perro da la bienvenida a golpe de ladrido. –No muerde–, dice Asunción León, madre de la joven.

–¡Sáquese, órale!–, le grita la mujer cincuentona al animal en medio de un manoteo que sólo lo enfurece más.

En ese domicilio de la colonia México Sur, en Tehuacán, el invitado debe aceptar un vaso de Coca- Cola casi por ley, es una muestra de aprecio y valoro para quien llega de visita.

Asunción y su esposo Juan conocen la pobreza desde que nacieron. Él albañil, ella ama de casa, juntos levantaron su vivienda en un terreno que pudieron pagar poco a poco. En esa misma casa comparten cocina, sala y baño con Carmen y Ricardo.

***

Durante el embarazo, Carmen no experimentó mayores problemas y las molestias fueron mínimas.

–Se le antoja un elote–, bromeaba su marido de vez en cuando con el pretexto de ser él quien comiera los elotes con mayonesa, chile y queso que venden a unas cuadras de su casa por las noches.

Ella acudía cada mes a su control de maternidad en el Centro de Salud para evitar complicaciones, lo hacía también para no perder su afiliación al Seguro Popular.

Pero ya entradas las cinco de la tarde de ese sábado de septiembre, nada fue tan bueno.

La preocupación invadió a Ricardo; ella no dejaba de quejarse y una que otra lágrima ya escurría por sus mejillas reflejo de un dolor indescriptible.

Ahí en el hospital, el hombre insistió al recepcionista sobre el estado de su esposa.

–No hay doctores–, le contestó un trabajador detrás de la ventanilla que tiene grabada la leyenda: Trabajamos por tu salud.

Los dolores siguieron mermando a Carmen que continuaba recargada a la pared sin poder moverse.

–Voy al baño de volada–, avisó Ricardo. A los pasos del hombre siguieron los de su mujer.   –¿Qué haces aquí?, este es el baño de hombres–, le dijo. –Es que el de las mujeres está descompuesto y quiero hacer pipí–.

El miedo de Ricardo creció aún más cuando Carmen le mostró su toalla sanitaria llena de sangre sobre el inodoro.

Ambos salieron una vez más a insistir a la recepción sobre su estado.

–¿Le duele mucho?–, volvió a cuestionar el recepcionista sin despegar los ojos de su computadora.

–Pues sí amigo, no estás viendo cómo está–, replicó Ricardo señalando a su esposa que tenía el rostro morado por falta de aire. Sus manos temblaban y un sudor frío recorría su cuerpo.

La escena era estremecedora; dos mujeres, familiares de pacientes, se acercaron a Carmen para preguntarle cómo se encontraba.

–¡Ya se va a aliviar!–, gritó una de ellas a modo de presión.

Ricardo suplicó: –Dale chance pasar; tú que estás allá dentro diles que ya no aguanta–. El recepcionista ni se inmutó.

Apenas dio tiempo a Carmen de acercase a su esposo por el pasillo del hospital y susurrarle al oído “yo creo que ya va a nacer”, lo dijo entre quejidos y sin fuerzas para seguir de pie.

–¿Ya qué?–, preguntó él en tono desesperado.

Carmen no respondió, sólo se aferró al brazo de su marido y un tierno llanto anunció lo inevitable.

Esas cosas de la naturaleza que no entienden de displicencia humana, de omisiones médicas, de negligencias burocráticas.

–¡Dios mío!–, exclamó Ricardo. –¡Ya ves hijo de tu pinche madre, te dije!–, volteó a decirle al recepcionista en una expresión de contraste divino y coraje que sólo se ven en momentos como esos.

El parto tuvo hora, ahí, en pleno pasillo y con múltiples pacientes como espectadores. El recién nacido se atoró con la ropa interior de Carmen.

Un tumulto de personas rodeó inmediatamente a la joven.   Fue una mujer de edad avanzada la que le recomendó a la joven tirarse al piso para evitar que el niño cayera.

–¡Ayuda, ayuda!–, se gritaba en el pasillo del hospital. Nadie sabía qué hacer y una persona tendió un suéter en el suelo para que se colocara al bebé; el charco de sangre en el piso hacía más impactante la escena.

El recepcionista salió entonces de su trance oficinista, asomó la cabeza por el vidrio que divide el pasillo y pidió apresurado el apoyo de los doctores y las enfermeras. Volvió a sentarse.

Minutos después una doctora salió del quirófano casi corriendo y cogió al bebé del piso aún con el cordón umbilical ligado a su madre. Una enfermera apoyó en el momento y un camillero asistió sin mucho quehacer.

–Si les están diciendo que ya va a nacer por qué no hacen nada–, encaró una mujer indígena al personal médico en ese momento.

–No, vamos a denunciarlos. Que vengan los de la tele a ver qué dicen–, apoyó alguien más en el lugar.

Aún con el bebé en los brazos, la doctora se excusó en que eran demasiados pacientes para tan poco personal de asistencia. Madre e hijo ingresaron a la sala de urgencias y no se supo de ellos hasta el día siguiente. Un mes después se volvieron famosos, a la mala, pero famosos al fin. El nuevo miembro se llamó Juan David.

***

La violencia obstétrica se vive diariamente y de forma sistemática en las salas de atención ginecológica de Tehuacán. Aunque el de Carmen Oseguera León siga siendo un caso estandarte, en el país no han habido más que disculpas de palabra del Sector Salud.

De hecho, en el volumen 19 de la revista de la Comisión Nacional de Arbitraje Médico (Conamed), publicada a inicios de este año, los especialistas en el tema, Joquina Erviti y Roberto Castro incluyen en su artículo de opinión el caso poblano que se convirtió en noticia mundial. Lo califican, junto al de Irma López (mujer que parió en el patio del Centro de Salud de Jalapa de Díaz, Oaxaca), como la muestra más clara del fracaso de una estrategia de salud que necesita ser analizada urgentemente.

En ese sentido, la Conamed informó que entre 2009 y 2011 han sido concluidas 17 investigaciones sobre quejas en casos de atención gineco-obstétrica, en los que se observó evidencia de mala práctica y maltrato hacia mujeres.

No obstante, aunque suele incluirlos en sus reportes, la Conamed no ha emitido hasta este 2014 una resolución para estos casos. Simplemente porque no hubo denuncia por escrito.

Malparido (relato dos)

En el televisor de Anet “Lo que la vida me robó” era la telenovela preferida. Los protagonistas Angelique Boyer y Sebastián Rulli controvertían sobre su amor aquella noche del lunes 10 de marzo, pero Anet no terminó el capítulo.

Un dolor en el vientre la doblegó primero en la cocina donde está la única televisión de su casa. Otro más en el baño, y ya no aguantó.

A sus 20 años la joven que hace tortillas todos los días para apoyar a su madre enfrentaría su primer parto.

Los nueve meses de gestación de Anet habían transcurrido junto a un comal, tres botes de masa y una prensa para tortillas. Caída la noche, Lorenza, la madre de la chica, actuó conforme a su instinto de mujer.

–Vámonos al hospital, ‘orita’ agarramos un taxi–, ordenó un tanto nerviosa. Como pudo, Pedro, el esposo de la joven, encontró un auto de alquiler. Había salido a la calle únicamente con calcetas en los pies, pues acababa de llegar de un partido de futbol rápido.

El Hospital General de Tehuacán era la parada obligada. Ni Anet ni Pedro gozan de seguridad social, sólo ella está afiliada al Sistema Universal de Salud en México: el Seguro Popular.

Los dolores incrementaban poco a poco. Anet tiene sobrepeso pero dice que esa ha sido su complexión desde que era niña. Es directa y generalmente mal hablada, “educada sólo donde debe”, dice a pesar de no haber terminado su educación secundaria.

En el nosocomio el movimiento es inmoderado. No por nada nacen en este lugar el mayor índice de bebés en todo el estado de Puebla. Aproximadamente 800 cada mes, 26 por día en 120 camas, según el reporte de la Jurisdicción Sanitaria 10 de Tehuacán.

–¡Anet Martínez Oseguera… Anet Martínez Oseguera!–, gritó una enfermera como apresurada desde la sala de urgencias. Lorenza tuvo que registrar a su hija en esa área porque los consultorios ya no están disponibles a esas horas de la noche. Al escuchar su nombre la joven se acercó recargada de su esposo.

–Nada más ella, si se queda ahorita le dan su cosas–, replicó la enfermera. –Súbete rápido si te duele mucho–, le dijeron a Anet en un pasillo donde habían improvisado varias camillas. Los gritos de otras mujeres son el pan de cada día ahí. Eso estremeció a la joven. –Pero no puedo subirme, me duele mucho–.

En un parto es más probable morir que salir sana y salva, al menos eso era lo que había leído en alguna ocasión la mujer primigesta que empezaba a gritar por esos dolores cada vez más tensos.

–No hay ginecólogo ahorita, te voy a atender yo mientras. ¡Abre las patas mamacita!–, le dijo una doctora de apellido Muñoz a la joven.

–No me hable así por favor–, contestó Anet tartamudeando.

–Ésta se apellida Oseguera también, como la que parió en el piso. ¿Qué es tuyo?–, cuestionó una mujer de bata blanca con cubrebocas y cofia. –Mi prima–, le dijo Anet desquiciada por tanta plática.

–¡No ‘mija’!, yo no atiendo a mujeres conflictivas como tú y tu prima–, replicó la doctora y se fue.

Anet se sentía la más humillada de las pacientes. Otra enfermera le advirtió que era mejor que dejara atenderse; el cambio de turno en la clínica llegó y con éste otro doctor.

El tiempo pasaba y el dolor también. La joven yacía recostada hacia su derecha sobre la camilla que temblaba. El nuevo especialista entró con tres muchachos más y sin dar las buenas noches levantó la bata de Anet.

–Tú primero Irvin, ¿cuánto tiene?–, cuestionó el médico a uno que parecía ser su alumno y que realizaba su primer tacto vaginal. Pasó el siguiente y otro más. Ninguno acertó en el diagnóstico. Todos se fueron y no regresaron.

El dolor de Anet era evidente después de numerosos tactos; el colmo llegó cuando la enfermera que la atendía presionó su abdomen que generó un llanto deliberadamente provocado en ella.

–Te digo, que te hagan cesárea mejor–, le volvió a decir la mujer de sanidad.

Anet objetó cualquier otro intentó por atenderse, al grado que el doctor regresó más tarde con el esposo de la chica y con una hoja de la Secretaría de Salud para que firmara su negativa y así poder deslindarse de cualquier complicación. –Se te va subir el bebé y pues si se te muere ni modos. Es más, a lo mejor ya tiene retraso mental o va nacer con un defecto–, le dijo el galeno.

Ella accedió a firmar la hoja y se marchó con sus dolores.

***
Foto: Hugo De la Cruz

Foto: Hugo De la Cruz

Anet apellida Oseguera por parte de su madre, es prima hermana de Carmen, la famosa mujer que parió en el piso de un hospital en Tehuacán. Y con ese estigma tiene que cargar ella también.

Aún recuerda cómo se enteró de su embarazo. Parada frente a una lavadora comenzó a sentir mareos que cada vez se hacían más constantes. Algo andaba mal.

Lorenza, su madre, es una mujer de pueblo orgullosa de su origen. Enojona casi siempre, crío a sus cuatro hijos con la rectitud que ejerce el cinturón, y cree que estuvo bien.

A esa exigencia le temía Anet, por eso pidió a una amiga comprarle una prueba de embarazo que resultaría positiva, pero cuando el quinto mes llegó, ya no pudo ocultarse más.

–Con lo gorda que está ni parecía embarazada–, le dijo Lorenza al resto de sus hijos cuando descubrió que iba a ser abuela. Evelin, la hermana menor de Anet, tiene grabados en la memoria los golpes que su madre le propinó a su hermana.

–¡Hija de la chingada, yo aquí de pendeja moliendo y ustedes de pinches putas!–, fue la expresión de una Lorenza envuelta en coraje.

Anet corrió a la cama, se acurrucó como pudo y una manguera azotó sus piernas y brazos por casi 20 minutos. Vaciado el coraje de la mujer de trenza larga que ha utilizado mandil toda la vida, la calma y el llanto prevalecieron en su hogar.

Pedro se presentó semanas después para responder por sus actos. Sólo se llevó una cachetada y desde entonces surgió un apreció muy particular por él en la familia.

–Yo los quiero como a mis hijos–, les dijo Lorenza a los jóvenes y se soltó en lágrimas abrazada de los dos.

***

Al haber salido del Hospital General por un mal trato, Anet pasó el resto de la madrugada pálida y con problemas para respirar.

Apenas el Centro de Salud abrió sus puertas la mañana del martes 11 de marzo, ella acudió con el doctor que había llevado su control durante los casi nueve meses.

El médico la envió devuelta al Hospital General en calidad de urgente dadas las señales de parto. Pero la doctora de la noche anterior interfirió para que no la atendieran. Tuvieron que pasar otras dos horas para que un ginecólogo por fin le prestara el servicio.

–Tranquila hija, el bebé tiene que nacer–, comentó por fin un especialista sereno antes de iniciar su trabajo en un quirófano donde el olor a sangre está impregnado hasta en las paredes y el sarro es notorio en los percheros que sostienen las bolsas de suero.

Lo que Anet vivió aquella noche le han hecho creer que la violencia obstétrica proviene principalmente de su mismo género. Una especie de contradicción natural que no termina de entenderse y explicarse del todo.

Abril nació la tarde de ese 11 de marzo sin complicaciones en su salud, pero su madre quedó seriamente lastimada física y psicológicamente.

–Ya no vas a poder volver a tener hijos–, le anunció el doctor antes de firmar su alta.

Anet lloró. Sigue llorando.

[quote_box_center]Sobre la tipificación del delito de violencia obstétrica, cabe señalar que en Puebla se han presentado 34 iniciativas de reforma para determinar la violencia obstétrica como delito, pero hasta el momento no se han aprobado.[/quote_box_center]

***

Un reporte del Grupo de Información de Reproducción Elegida (GIRE), aplicado de abril de 2007 a enero de 2013 y emitido este 2014, revela que a nivel federal la Secretaría de Salud (SS) y el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) informaron que no cuentan con datos estadísticos sobre acusaciones por violencia obstétrica. El Instituto de Servicios de Seguridad Social para los Trabajadores del Estado (ISSSTE) reportó que para el período 2009-2012 ha recibido 122 quejas por malos tratos y negligencia médica contra mujeres en el marco de la atención gineco-obstétrica.

De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda 2010 en el país, siete de cada 10 mexicanas de más de 15 años han tenido al menos un hijo vivo, lo que indica que 71.6 por ciento de la población femenina con vida reproductiva en el país ha necesitado atención médica.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) recibió también 122 quejas relacionadas con malos tratos y negligencia médica durante la atención del embarazo, parto y purperio en el período 2009- 2012, a partir de las cuales sólo se emitieron cuatro recomendaciones: tres fueron aceptadas y dos parcialmente cumplidas. Un índice por demás bajo, si se considera el alto número de quejas en relación con las recomendaciones emitidas.

***

‘Aunque salga caro, pero aquí no vuelvo’

Se llamará Sofía, al menos en esta historia. Prefiere no revelar su identidad que poner en riesgo la integridad de su bebé. Por lo demás es libro abierto.

No supera los 30 años de edad y le implora a Dios todos los días porque este bebé sí se logre.

Eso es lo que le advierte Rubén, su esposo, si no quiere que la deje.

–A mí me das un hijo–, le habría dicho él hace casi dos años. Lo que Rubén no termina de comprender es ese período de renovación femenina después de haber perdido un hijo.

Sofía se embarazó al primer año de vivir con su esposo tras un noviazgo de apenas 10 meses. Un ultrasonido reveló que un niño llegaría a sus vidas muy pronto. Era el año 2013 y la vida para este par de jóvenes apenas comenzaba a tener forma.

Rubén es brigadista en la antigua estación de ferrocarril en Tehuacán. Huérfano de padre, es parco y de mentalidad muy cerrada. Ella trabaja en una maquiladora de ropa desde que abandonó la secundaria.

Ambos tienen jornada laboral larga y sólo se ven por las noches. Eso mismo ha demeritado su relación al grado que él casi no le habla. Eso también la hace sospechar a ella, y no para bien.

Sofía no deja de pensar en lo que viene. Tampoco en lo que pasó.

Apenas en noviembre pasado cumpliría su sexto mes de gestación, pero una supuesta anomalía le cambió la vida. Supuesta porque hasta el momento sigue sin comprobarse.

Aquel día, común en su vida, Sofía había pedido permiso en su trabajo para acudir al control de maternidad en el Sector Salud.

Como de costumbre en la burocracia de sanidad mexicana la consulta tardó.

–Qué crees, tu bebé ya tiene que nacer; se puede morir–, le dijo un doctor a la joven en un consultorio sin practicarle un ultrasonido ni nada por el estilo.

–Pero si apenas voy a hacer seis meses–, contestó perpleja.

El médico y otras dos enfermeras no dieron mayor alternativa. Una de ellas pidió una ambulancia en calidad de urgente al Hospital General, otra más le quitó la ropa y le ayudó a ponerse una bata más gris que blanca.

Sofía no tuvo tiempo ni siquiera de avisar a sus familiares sobre su situación. Parecía que todo estaba planeado y a torreta encendida una ambulancia la trasladó al nosocomio.

–¿Qué me van a hacer?, yo no me siento mal–, insistía ella a bordo de la unidad, mientras un camillero le canalizaba medicamento. Nunca hubo respuesta.

Cuando arribó al hospital pasó encamillada al quirófano. Su único consuelo era que su hijo estaría bien.

–Va a tener que ser cesárea porque el bebé se te está muriendo–, le dijo una doctora que jamás volvió a ver.

Ella preguntaba desesperada qué era lo que pasaba, quería una explicación de algo que ni sentía, ni veía, ni imaginaba.

–¿Señorita, qué tiene mi bebé?–, le preguntó a una enfermera mal encarada y entonces el sedante cumplió su efecto.

Al despertar de su trance, un doctor le esperaba con la noticia: –Tu bebé no se logró–. Así de simple, así de sencillo.

Sofía no tenía fuerzas para llorar, se sentía mareada y con demasiada hambre.

Pensó por un momento que se trataba de un sueño que le había robado la ilusión de ser madre tan rápido. No dijo nada.

Casi dos horas después, hasta que ella pudo despertar por completo, el médico le explicó que su hijo había sufrido una asfixia, nació muerto y estaba en análisis.

Estuvo internada en la clínica hasta el siguiente día, cuando ya sus familiares la esperaban.

–No me van a dar el cuerpo de mi bebé-, preguntó la mujer aún desconsolada. La mandaron nuevamente con el especialista y éste jamás apareció.

La oficina de Trabajo Social le indicó que volviera al día siguiente por sus documentos. Eso es historia.

Sofía estaba desgastada por la operación, así que fue su madre quien acudió al hospital por el certificado de defunción de su nieto. Pero el documento afirmaba que el bebé había nacido vivo. El cuerpo jamás fue entregado.

Un mes después, la familia de Sofía notó el error en la papeleta. Acudió al hospital y sólo le dijeron que era eso: un error. La obligaron a marcharse.

Ha pasado más de medio año y Sofía sólo imagina a su bebé. Se le quiebra la voz cada que habla de él. Ahora está embarazada nuevamente y jura que no volverá a ese sitio que le robó a su hijo.

–Aunque me salga caro, pero me alivio en particular–, afirma.

Sofía es parienta también de Carmen Oseguera y Anet Martínez, ambas son sus primas paternas.

Ella es una víctima más del fantasma de la violencia obstétrica que ronda a su familia y que camina con bata y cofia por los pasillos de los hospitales. Por increíble que parezca.

Todos los días ella le pide a Dios por este embarazo, por su nuevo hijo varón que viene en camino y por el amor de Rubén que cada día se aleja más.

***

La violencia obstétrica sigue siendo un paradigma en las instituciones de gobierno, obedece a un marco legal que apenas comienza a crecer y que actualmente no tiene fuerza para aplicarse, al menos así lo indica el consejero de la Sociedad Médica, Samuel Rodríguez Serrano.

“Hablamos de violencia obstétrica desde el momento en que a la paciente se le realiza la episiotimía sin previo aviso o cuando se le manipula para practicarle una cesárea”.

El especialista calcula que un 90 por ciento de los embarazosos experimenta algún tipo de violencia, ya sea de manera física o verbal que exponen la condición de las pacientes. Ni las continuas quejas al Sector Salud, IMSS e ISSSTE han sido suficientes para regular estas acciones durante la gestación. Solamente Chiapas y Zacatecas han sido las entidades que han tipificado dicha actividad en sus códigos penales.

Durante el año pasado ninguna de las dependencias de Salud en Puebla reportó quejas por violencia obstétrica, todas quedaron establecidas y documentadas como “controversias” y “posibles omisiones”, según constan tres solicitudes de información hechas en 2013 y de las cuales sólo una se respondió.

En efecto, la Sociedad Médica de Tehuacán tampoco ha recibido quejas de este tipo en sus oficinas.

“No tenemos conocimiento de algún caso, pero es una situación que estamos tratando para evitar repercusiones legales a colegas y también trabajamos con la población para que puedan defender sus derechos”, coincide el consejero Rodríguez Serrano.

Malparido (relato tres)
Jesús, Ricardo, Juan David y Carmen. (De izquierda a derecha) Foto: Hugo de la Cruz

Jesús, Ricardo, Juan David y Carmen. (De izquierda a derecha)
Foto: Hugo de la Cruz

Un pollo enchilado y ponche, esa era la conclusión a la que había llegado la familia Oseguera León para la cena de fin de año en 2011. En esta casa la Navidad sabe a melancolía, a noches de frío, a recuerdos que ya no volverán.

Carmen Oseguera tiene los pies hinchados, su embarazo casi no le permite moverse. Es primigesta y no sabe bien de esas cosas.

Ella picaría la fruta para el ponche de Año Nuevo, lo hubiera hecho si su parto no se hubiese atravesado justo un día antes de la cena.

El 30 diciembre de 2011 su primer hijo decidió llegar al mundo. Ricardo, su esposo, no está muy emocionado, pero hay que reaccionar.

Para ese tiempo en Tehuacán no había hospital de especialidades, la región sólo contaba con un nosocomio de segundo nivel que atendía de todo: fracturados, diabéticos, accidentados, embarazadas, gripas. De todo.

–Aguanta ‘Chatita’ ya vamos a llegar–, le habría dicho Ricardo a Carmen camino al hospital. Desde su hogar en la colonia México, ella se movía a pie para su control hasta la clínica porque el pasaje había encarecido.

Como en la mayor parte de las burocracias en México, los últimos días del año sólo existen guardias, y el Sector Salud no es la excepción. Al menos no lo fue ese día en que los dolores invadieron el cuerpo de la joven de 20 años de edad.

Carmen respiraba por la boca aceleradamente. Las enfermeras lo notaron, pero le dijeron que esperara. El médico había salido y además atendería a otras dos parturientas que habían llegado primero que ella.

–Di que ya no puedes–, recomendó Asunción a su hija Carmen. La ausencia del médico alcanzó las ocho de la noche.

Carmen tenía cuatro horas esperando, aguantando, soportando lo que el Génesis bíblico advierte a las mujeres al momento de dar a luz.

–A ver Carmen pásale–, apoyó por fin una enfermera. Le pidió que se quitara toda la ropa y le entregó una bata. Le ayudó a subir a una cama y se marchó.

Era la hora de la cena y le dijo que esperara un momento en lo que el bebé se acomodaba. –Me duele un montón–, agregó ella con el ceño fruncido. –Sí, pero el doctor yo creo que apenas va a llegar–, acotó.

Un grupo de cuatro enfermeras se apostaron a escasos 10 metros de la cama de Carmen; comían tamales y atole en platos de unicel. Nunca voltearon la mirada, jamás preguntaron nada a las pacientes. Reían entre ellas.

Carmen esperó inmóvil casi 35 minutos más sobre la cama. Lloraba y sudaba.

Creía que eso era un parto y por su cabeza pasó el pensar no volver a tener hijos.

Ahí, sola, sus oídos se ensordecieron por la presión. Apretó sus manos y pujó por simple instinto.

Abandonada, como un animal en un corral, la mujer escuchó un llanto quedo. Su hijo había llegado, estaba en medio de sus piernas que temblaban.

Pidió ayuda sin fuerzas y sin que la escucharan. Otra mujer internada enfrente de su cama hizo como que no veía.

Después de unos segundos de shock Carmen decidió gritar con todas sus fuerzas.

Una enfermera corrió por el pasillo, levantó la cortina de plástico y no creyó lo que veía por un momento. –No mames, ya nació– alcanzó a escucharse en el lugar. El resto de las asistentes corrieron. –¡Háblale al doctor!–, indicó una.

Uno, dos, tres minutos y el médico se hizo presente. –Doctor la muchacha ya no aguantó, pero ya cortamos el cordón–, dijo una de las mujeres al ginecólogo que repentinamente apareció detrás de la sala de expulsión.

Como una burla del destino y ante el asombro de Carmen. Jesús, como le llamó su madre porque lo considera un milagro, nació solo, desprotegido, olvidado. No lloró más que una vez y de inmediato lo llevaron a un cunero. La mamá durmió profundamente. Dos años después, otro milagro volvería a darle un hijo.

***

Carmen es una mujer tímida desde siempre. Tiene un problema de dicción que le impide pronunciar con claridad. Es la mayor de una familia de cuatro hijas y no terminó la primaria.

El dinero escasea en su casa casi siempre. Nació un mediodía de mayo y no recuerda haber tenido juguetes ni un poco de diversión.

Comenzó a trabajar desde los once años en una tienda que estaba cerca de su casa, ahí realizaba labores de limpieza y despachaba para los clientes.

El auge de las maquinadoras textiles en Tehuacán estaba llegando a su fin, pero aún daban trabajo. Eso fue lo que le dijo una conocida a Carmen para que se animara a ir a “pasar trabajo”, así le conoce a las personas que clasifican la prenda para los costureros en una fábrica de ropa.

Ya con 16 años, Carmen aportaba a su hogar 300 pesos a la semana, el resto, 100, eran para ella. En las textileras de la región, “pasar trabajo” se encuentra al final del organigrama, incluso ser intendente o vigilante está por encima. El salario era de 400 pesos a la semana si es que se cumplía con la puntualidad. No hay seguro ni prestación alguna.

Carmen es morena y de cabello corto. No se baña todos los días porque en su casa no hay agua potable. Usa los mismos pantalones dos o tres veces a la semana; blusas y playeras también.

En esa maquiladora conoció a Ricardo, un hombre bajo de estatura que viajaba en bicicleta todos los días. Se enamoró de él, no le importó que fuera ‘separado’ y con hijos. Su historia de amor había comenzado.

***

[quote_box_center]

60% PARTOS EUTÓCICOS

38% CESÁREA

2% PARTOS DISTÓCICOS

Distribución porcentual por tipo de parto en México. (Inegi 2010)

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***

Carmen, Anet y Sofía tienen algo más en común que ser simplemente parientas, ambas han sido víctimas de violencia obstétrica en diferentes etapas de su vida. Un mal que es difícil de superar cuando la propia cultura te rebasa; “es nuestra cruz por ser mujeres”, dicen con normalidad las tres jóvenes por separado.

La anterior es la percepción de muchas mujeres violentadas en las salas de parto de cualquier institución pública (incluso privadas, pero en menor medida).

Mediadoras de la vida, las mujeres en Tehuacán, y seguramente en todo México, no sólo son víctimas en casa, en el trabajo, en la escuela. Adolecen extra a los patrones biológicos de su propia naturaleza, tienen además que lidiar con el humor, la apatía y el sinsentido de otras personas, profesionales de la salud, según sus propias palabras.

La violencia nos ronda incluso antes de nacer, es un mal autóctono que nadie puede negar. Y ellas, las mártires de ese ‘fantasma’ clínico no saben qué es, pero algo en su interior las motiva: al menos a Carmen y a Anet con sus hijos en brazos; a Sofía sólo con el recuerdo de lo que pudo ser.

Se saben víctimas, pero prefieren que todo quede ahí. Así, como si nada hubiese pasado.

Lo que importa en este momento es que sus hijos estén bien, aunque sea malparidos, pero bien.

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* Se reproduce con autorización del autor

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Autor Lado B
Lado B
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