Lado B
Memoria feliz de un bebedor de ron
Un habitual bebedor del “hijo de la caña” trenza aquí su historia con la de la cálida bebida
Por Lado B @ladobemx
16 de junio, 2015
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De trago de gañanes y putañeros el ron ha pasado a convertirse en un caldo de sofisticados refinamientos. Un habitual bebedor del “hijo de la caña” trenza aquí su historia con la de la cálida bebida.

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Leonard De Selva | Corbis.

Mario Jursich Durán | El Malpensante

@malpensante

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Entonces yo tenía 13 años, tal vez 14. Me acababan de dar paperas y tenía que pasar largos días en la cama, sin moverme mucho. Un amigo de mis padres, a quien no veíamos de tiempo atrás, llegó inesperadamente de visita y nos trajo como regalo a mis hermanos y a mí cinco tomos de Las aventuras de Tintín. Yo nunca había oído hablar de Tintín; ni siquiera estaba al tanto de que era una de las historietas europeas más famosas del siglo XX. Con curiosidad, empecé a hojear El cetro de Ottokar, la primera de ellas, y entonces comenzaron un placer y una pasión que me han acompañado a lo largo de los años. Leí en un soplo Las joyas de la Castafiori, El cangrejo de las pinzas de oro y lo que más tarde sabría que fue una de las obras más ambiciosas de Hergé: el díptico compuesto por El secreto del Unicornio y El tesoro de Rackham el Rojo.
En esa aventura, Tintín y el Capitán Haddock parten hacia un lugar del Caribe que nunca está del todo claro. Podría ser en cercanías de Antigua o Santa Lucía. Quién sabe. En todo caso, es una isla en el océano Atlántico que guarda muchas similitudes con La isla del tesoro, el libro de Stevenson. Lo que persiguen Tintín y el Capitán Haddock es un cofre oculto desde el siglo XVIII en las entrañas de un galeón llamado El Unicornio. Empiezan las pesquisas haciendo breves paseos submarinos. En uno de ellos, el Capitán Haddock, que está explorando el fondo, tira nerviosamente de la cuerda de seguridad. Lo suben a toda prisa, pensando que tal vez se haya encontrado con un tiburón. Pero no es así; al salir a la superficie, el Capitán se quita la escafandra y exclama:
¡Miren lo que me encontré!”.
Y muestra, jubiloso, una botella de ron.
[quote_right]“¡Es ron de Jamaica! ¡Añejo! ¡Tiene doscientos cincuenta años! ¡Me dirán lo que les parece!”.[/quote_right]
“¡Es ron de Jamaica! ¡Añejo! ¡Tiene doscientos cincuenta años! ¡Me dirán lo que les parece!”.
Pero, sin darles tiempo de nada, se empaca de un golpe la botella y vuelve y se tira al mar (sin escafandra), en busca de más ejemplares de ese líquido preciado.
Siempre que hablo del ron, me gusta contar esta historia, decir que allí, en ese libro de Hergé, empezó mi pasión por un trago que, a juzgar por el rostro del Capitán Haddock, debía de ser maravilloso.
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Tintín: El principio de la historia| AFP.

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La verdad, menos mitológica, es que mis primeros recuerdos del ron están asociados con mi padre. En México, donde conoció el Bacardí, mi papá se había aficionado intensamente a cocteles como el cuba libre. Luego, al volver a Colombia descubrió en los supermercados el ron Viejo de Caldas y a partir de allí se convirtió en su trago favorito. En mi memoria todavía lo veo llegar en las calurosas tardes de Pereira, buscar un vaso corto, mezclar el ron, la Coca-Cola y el hielo y sentarse a leer el periódico. Un ritual que repitió casi hasta el final de su vida.
Estoy seguro de que en algún momento de esa época probé un cuba libre. Pudo haber sido en alguno de los asados que hacía mi familia y en los que abundaban los licores. Pudo haber sido en la casa de los León, amigos nuestros, en la celebración de un grado. Y aunque no recuerdo el instante, sí conservo muy vívida la sensación en mi paladar: esa mezcla picante y cosquillosa de las burbujas acompañando un tenue sabor a frutas. Muchos psicólogos han observado que los hábitos se transmiten, por lo general, de tíos a sobrinos y que suele ser común que los hijos rechacen los gustos de los padres. A lo mejor en mi caso es cierto, pues si bien me gustó instantáneamente el sabor del cuba libre, habría de pasar un tiempo antes no solo de que el ron se convirtiera en mi bebida predilecta sino de que aceptara el “mentiritas” como una extensión casi natural de mi mano.
En mi rechazo tuvo que ver el hecho de que el cuba libre fuese un trago de quinceañeras.
Yo era un mocoso en esa época, pero estaba empezando mi primera etapa de machismo alcohólico y ni muerto hubiese permitido que me asociaran con algo distinto a un bebedor de grueso calibre. Por consiguiente, aunque me costó acostumbrarme al sabor del anís, prefería tomar aguardiente o, en su defecto, si no había otra cosa, whisky, para no sufrir el estigma social de los que bebían “traguitos de niña”.
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El ron y el son, a una letra de distancia © Pablo Corral Vega | Corbis.

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En 1982 empecé a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Javeriana. Muy pronto, por amigos de la Facultad, conocí bares como La Teja Corrida o El Goce Pagano, donde era muy popular el ron blanco, sobre todo en forma de mojito. La marca líder entonces era Tres Esquinas, pero yo nunca pude llevarme bien con ella. No solo porque mi gusto siempre ha escorado hacia el ron oscuro, sino porque, en mi opinión, el Tres Esquinas te deja un aliento imposible cuando lo bebes.

 

De modo que me empacaba cautelosamente mis rones blancos, pero también probaba una multitud adicional de licores. En esos años de experimentación pasé por una breve (y todavía incomprensible para mí) afición por el brandy; me volví asiduo de la cerveza (un amor que ya no tengo), le di una cuarta oportunidad al whisky y le cogí un serio gusto al vino blanco chileno, en particular al 120 servido extremadamente frío. Solo de vez en cuando, como por no dejar, me tomaba un cuba libre.

 

A finales de los ochenta, César Villegas, el inefable Cé­sar Pagano, abrió un local de salsa en la naciente Zona Rosa de Bogotá. Fue allí donde probé por primera vez rones Havana Club. Yo no tengo la menor idea de cómo los conseguían (todavía faltaban unos años para la apertura económica), pero a mí me encantaron desde el primer sorbo.
El Havana Club es un clásico: ligero, sustancial (como quien dice, “llena la boca” al beberlo), su aroma y sabor resultan inconfundibles. Lo dicho vale tanto para las versiones que se venden en Colombia (de tres a siete años) como para las que solo pueden conseguirse en la isla y por las cuales más de un cantinero llegaría a matar: el San Cristóbal y el 15 Años. A partir de ese punto casi no volví a beber nada distinto. Si existiera una foto mía de esa época (y seguro existe), se me vería con un invariable old fashioned en la mano, tomando Havana en las rocas o añadiéndole sendos chorritos de limón y Coca-Cola. Era tan común esa imagen que un amigo se burlaba de mí diciendo:

“Coño, parece que tuvieras una prótesis mecánica”.

 

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