Lado B
Con todo lo que contiene un cuerpo, crónica de una noche con una familia de reciclados argentinos
Melanie arrastra por la avenida su cuarto bolsón de la noche hasta la camioneta de carga, el cuerpo tembloroso: está por levantar 30 kilogramos de cartón
Por Lado B @ladobemx
23 de septiembre, 2018
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Facundo Lo Duca | Distintas Latitudes

Melanie arrastra por la avenida Las Heras su cuarto bolsón de la noche hasta la camioneta de carga; luego, sus brazos flacos se estiran como un Cristo y sujetan la parte inferior con las rodillas flexionadas, tiene el cuerpo tembloroso: está por levantar 30 kilogramos de cartón.

—Más fuerte, Mel, que le falta —le dice, desde la camioneta, su hermano.

En medio de la noche y un frío azul, ella empuja con los brazos, la cabeza, el torso, con todo lo que puede su cuerpo ese bolsón hacia arriba.

Es una noche de julio en el barrio de Recoleta, uno de los más pudientes y aristócratas de Buenos Aires, Argentina. Avenida Las Heras parece un río lumínico y tumultuoso de autos, semáforos y locales. Esta avenida que alberga la Biblioteca Nacional y al Rivadavia, uno de los hospitales públicos más importantes, se convierte en el sitio de trabajo de esta familia de recicladores.

Aunque no hay un número exacto de la cantidad de recicladores (“cartoneros”) que trabajan habitualmente en toda la ciudad, porque la mayoría pertenece a la “economía informal” e incluso, el actual Jefe de Gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, impulsó en el mes de mayo un proyecto (frenado después por la Justicia), para la quema de basura en hornos industriales traídos desde Europa, justificándose en una sola frase: “Sin cartón, se terminan los cartoneros”. Cabe decir que, pese a lo dicho por Rodríguez Larreta, sí existen algunos colectivos que impulsan este oficio: por ejemplo, la  Federación de Cartoneros, que está impulsando mejoras en su trabajo.

—Larreta nos quiso prohibir, pero le salió mal. ¿Sabes cuánta gente se queda sin un plato de comida si se quema la basura? —dice Gabriel.

***

Son las ocho en punto y Gabriel llega junto con su familia en camioneta desde Lomas de Zamora, a 20 kilómetros de Recoleta. Vienen desde Villa Fiorito, aquel barrio de donde salió Maradona. Se estaciona en la misma esquina desde hace siete años. Bajan sus dos hijos: Luciano, de 18 años; Melanie de 17, y también Graciela, su pareja. Descargan cuatro carritos y bolsones frondosos de hilo grueso, que usan para guardar y trasladar lo recolectado.

Gabriel dice que la imagen del cartonero está mal vista por la sociedad, que se le relaciona con la delincuencia, la marginalidad y que la mayoría de las personas no piensa que puede ser un trabajo decente, como cualquier otro.

—Somos organizados. Abrimos sólo las bolsas verdes de reciclaje en los conteiner. Separamos en distintos bolsones el plástico, papel y cartón, y después limpiamos cuando nos vamos. Incluso, las veces que llegamos y está todo desparramado o tirado, lo acomodamos. No queremos que después digan que es por nuestra culpa.

***

El primer conteiner está en frente de una farmacia, la luz blanca y pulcra que sale del local clarea el color opaco de la basura. Luciano no habla, sumido en su tarea ignora todo alrededor, como si estuviese una oficina privada, un cuadrado hermético al costado de la avenida; cada tanto saca su celular y lo mira. El bolsón, de su misma altura, está acorazado con retazos de cartón en el interior para evitar que se ensanche demasiado y se resquebraje. Sus movimientos son mecánicos: saca una bolsa, la abre, separa lo necesario, la vuelve a meter. La secuencia se repite cinco o seis veces. El bolsón va tomando forma, se alimenta. Cuando termina, lo levanta de un tirón para colocarlo en el carro y sus brazos se contraen en una pelota de músculo.

***

—Hola, me sobraron de hoy, ¿las querés?

Una señora sale de un local de ropa y lleva una bandeja con cuatro empanadas; una parece mordida. Luciano la mira de reojo con una expresión gélida y sin decirle nada vuelve al tacho de basura. Si hubiera un subtítulo para su cara, diría: “no quiero tus sobras, gracias”. La señora se va. Él sigue revisando. La transpiración le brilla en la cara. Se saca el buzo y queda en remera; el viento de un invierno crudo parece no molestarle. Hace una pausa y se limpia las gotas de la frente con el codo. Termina y enfila por la vereda hacia su tercera parada, tirando del carrito, ocupando casi todo el paso con el bolsón más pesado y auroras de sudor en la remera, ahora húmeda.

***

Una camioneta Hilux bordea una playa, el sol entra por las ventanillas bajas y una sensación cálida, de paz, lo invade, mientras mira la bruma espumosa del mar que rompe en una escollera. Es la imagen que Luciano sueña, dice, si le dieran a elegir: “Me gusta la mecánica y los coches. Aprendí con mi viejo, ayudándolo a arreglar el de él, después manejando un poco. Quiero estudiar inyección electrónica el día de mañana. La Toyota Hilux me vuelve loco. Por acá pasan seguido”, relata.

Son las nueve de la noche. El bolsón ya rebalsa. Hay botellas de gaseosa, cartones, diarios. Del borde superior cuelgan pequeñas sogas para hacerle un nudo y cerrarlo. Guarda un último envase de plástico y con las manos gruesas ciñe las sogas hasta formar un nudo.

—Paquete listo —lanza.

Melanie está agotada. Mañana tiene escuela temprano, es la única de su clase que sale a recolectar. Dice que sus compañeras no se la bancarían [soportarían], que son de otro palo. Se apura en separar el material. Sus tres bolsones se llenan a buen ritmo. A veces se detiene cuando encuentra algo que le llama la atención. Unos aros, una crema corporal, auriculares.

—Encontramos cosas piolas de vez en cuando —dice con la cara en una bolsa y continúa—: una vez agarré una caja de zapatos y estaba llena de celulares. Algunos funcionaban —. Con sus manos gráciles y pequeñas va terminado de plegar el cartón restante, cuando, de repente, se desploma sobre una bolsa de consorcio, como si fuera un sillón. Lleva sus manos a la cara y, casi en un suspiro, se lamenta: “Todavía falta cargar todo al camión. No doy más”.

***

Gabriel lleva su celular a la altura de la cabeza; la luz lo ayuda a explorar el conteiner, en lo profundo. Estira la cabeza cada vez más en el interior. Pero no se conforma; decide zambullirse. Apoya las manos en el borde y salta dentro, perdiéndose en el depósito de basura. Se ve un chorro de luz y a él buscando tan detenidamente que parece un minero. Saca al exterior lo que va a encontrando: libros viejos, un mapa grande de África colonial, Cd’s de música. Cuenta lo que pasó hace no mucho en este mismo barrio: “Tiraron un bebé vivo. Lo encontró un reciclador. Unos hijos de puta. Decí que apareció justito un colega, sino se lo tragaba el camión después”.

El portero de un edifico se acerca. Le pregunta a Gabriel, que sigue dentro del conteiner, si le interesa la heladera usada de un vecino que quiere sacársela de encima. Dice que sí, que los repuestos siempre sirven y sale. Para llegar al edificio, primero hay que subir unas quince escalinatas. Sin dudarlo, levanta su carrito de un saque y se lo pone en el lomo como quien lleva una mochila, exigiéndose. La frente se le frunce en trazos rectos, la boca se le tuerce. A paso lento, sube cada peldaño y camina hasta la entrada. Minutos después baja por otro lado, con un lavarropas macizo y en su cintura siente un crujido. Frena y descansa con las manos presionando la zona lumbar.

Aún le faltan dos conteiners más por revisar.

***

Ahora la familia se reúne para cargar todo a la camioneta y regresar. Graciela, la madre de los chicos, se descompuso ni bien empezó a trabajar y ahora descansa adentro. Son ocho bolsones de más de 25 kilógramos y el lavarropas, de unos 80. El trabajo en equipo se activa. Gabriel, desde arriba, en la parte trasera, recibirá lo que Luciano y Melanie le alcancen para acomodarlo. Primero el lavarropa. Lo arrastran con el carro hasta el borde trasero del vehículo, lo sujetan de abajo; Gabriel de arriba, y empujan con todas sus fuerzas. Luego, para los bolsones, cambian de lugar y Luciano se encarga de recibir. Pero su padre siente que la cintura le quema y desiste. Se sienta a un costado. Melanie intenta sola, abraza el bolsón y levanta; cada vez más leve, como venciéndose, entre alientos de su hermano, hasta que las manos ásperas de Gabriel aparecen, se suman las de Graciela, que bajo recién, y entonces empujan, al costado de la noche y en uno de los barrios más pudientes de la ciudad, empujan con seis brazos, con la cabeza, el torso.

Con todo lo que puede un cuerpo.

*Fotos por Bruno Grappa

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Autor Lado B
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