Lado B
LOS OJITOS PIZPIRETOS DE LA NENA
José Manuel Cuéllar Moreno
Por Lado B @ladobemx
26 de junio, 2015
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José Manuel Cuéllar Moreno

@Jmcuellarm

 

Se armó un escándalo de aquéllos cuando la Nena se plantó en medio de la cocina y anunció entre hipidos que estaba embarazada. La mamá tardó unos segundos en captar el sentido exacto de la frase –“ay mami, qué le digo, que ya por mensa me embaracé”– antes de echarse a llorar con un llanto copioso y desgarrador. Atraída por el barullo, la hermana mayor irrumpió en la cocina. ¿Qué está pasando, qué pasa, por qué chilla ésta? Se persignó, soltó una majadería –la más certera que se le vino a la mente– y después se abalanzó sobre la Nena blandiendo su puño de ruletera por los aires. La pobre Nena se hizo un ovillo junto al garrafón y se cubrió la cara con los brazos mientras gemía inconsolablemente. Entre las dos –mamá y hermana– bombardearon a la Nena con insultos –cada vez más dolorosos– que alternaban con patadas y agarrones de greñas. Alguna de las dos –mamá o hermana– sacó a relucir lo cara que costaba su educación en el Conalep, lo ingrata que era: ni siquiera desquitaba las tortillas y los frijoles que se comía. La acusaron de mentirosa –mentirosa, mentirosa–; la acusaron de mujerzuela –caliente, jaladora, airada– y la acusaron también, en el súmmum de la rabia, de haber robado veinte pesos –o más– del monedero de Josefa –quién si no había sido–. La hermana mayor clavó su mirada chisporroteante de ira en el vientre de la Nena y echó a rodar su imaginación: con la voz en grito, hizo una lista –larga, larguísima y exagerada– de los amantes de la –pinche– Nena: Fulano, Sutano, Mengano, el Carnicero, el Bolero, el Chamaco-del-otro-día, el Portero, el Señor-de-bigote. A fuerza de cachetadas y tirones de oreja, la hermana mayor intentó en vano arrancarle una confesión. No te hagas, decía, ya dime la verdad, yo te he visto, no me haces guaje: te he visto hacerle ojitos pizpiretos a más de medio mundo. Ay, exclamó la madre, qué vergüenza. Se llevó su mano ajada de lavandera a su frente ajada de viuda y dijo: qué bueno que tu padre está muerto, qué bueno que ya se fue, que está en los cielos, porque si no te mataba o se volvía a morir. Ya no aguanto –añadió–: me duele el pecho, me está dando fiebre.

La Nena trató de hablar pero un nudo de saliva se formaba constantemente en su garganta estrecha de estudiante de segundo semestre del Conalep. El rostro bañado en lágrimas y deformado por el dolor a duras penas conseguía despertar la compasión de su hermana, que siguió arremetiendo y enlistando nombres: Javi, la Rata, Ernesto, Paquito, ¿fue Paquito, verdad, escuincla? Te voy a dar unas para que te acuerdes de mí.

El eco de los golpes y los chillidos alborotó a las vecinas y convocó a una pequeña multitud justo afuera del departamento 203. Sin embargo, nadie se atrevió a intervenir, al fin y al cabo –decían– el respeto al derecho ajeno es la paz: se contentaban con seguir con oído atento el desarrollo de la pelea, inferir los motivos, los nombres. Un amago malicioso de sonrisa se esbozó en una cara, y luego en otra y en otra más, según la hermana mayor aumentaba el tono de voz y afilaba su lengua –rasposa de ruletera–.

Para evitar el síncope, la madre –ataviada con un delantal desteñido, de flores– estiró la mano y tomó un TvNotas que usó para abanicarse con vehemencia. Pensó, de repente, que el arroz se había chamuscado, pero el arroz –se dijo– no importa ahora. La hermana mayor se detuvo un instante para devolver sus mechones canos a las horquillas –no había necesidad de perder el decoro–. Después amenazó a la Nena con ir por uno de los cinturones de su papacito, a ver si así despepitaba. ¡A ver si así!

Que agarre… sus tiliches… y se largué, espetó la mamá con la respiración entrecortada y los labios temblorosos: sus tristes y marchitos labios de viuda.

Por suerte, la Nena deshizo en ese momento el nudo de saliva y alzó el mentón con gesto desafiante. Aferrándose al garrafón, soltó el nombre que le pedía su hermana: su hermana gorda –pensó–, gorda y tonta, gorda y fea, terriblemente fea, pero ya se cobraría las injurias, una a una, con creces. La Nena pronunció cada letra de aquel nombre con morosa delectación y con un regusto de triunfo en el paladar.

La boda se celebró un mes después. Los invitados emitieron la opinión unánime de que el vestido de la Nena no sólo era precioso, sino que era, tal vez, el más precioso que hubiesen visto nunca a causa de los bordados y las perlas falsas. Fue decisión de la Nena servir enchiladas de mole en el banquete y contratar a la Santanera para que amenizara el evento. Una vecina –la ruca del 303– perdió los estribos en la pista de baile: hubo necesidad de sacarla en volandas de la fiesta.

Josefa, la madre, regaló a los novios una manta tejida por ella misma a lo largo de tres –pesarosos– años. Era una manta hermosa, blanca y reluciente, con las iniciales de los recién casados en una esquina.

La hermana mayor, Gaby, apeñuscó sus ahorros para comprar a la Nena un juego de cacerolas en Liverpool, a plazos, con bonificación en su monedero electrónico. Al entregárselo, se le quebraron las facciones y se echó a llorar con un llanto de inmensa alegría. La sangre, alcanzó a susurrar Gaby, siempre es más espesa que el agua.

Finalmente, las compañeras de clase despidieron a la Nena con abrazos, besos y felicitaciones efusivas. La Nena ondeó la mano desde la ventanilla del coche antes de partir a su luna de miel en un resort all-inclusive de la Riviera Maya.

Al esposo, un hombre alto y moreno –rollizo y de piel cacariza, pero galán a pesar de todo– le sentaba muy bien el frac. Se llamaba Lalo –o Pablo– y sonreía con una sonrisa aceitosa y amplia de elote. La manera en que volaba de aquí para allá, yendo de un invitado a otro, y la manera –tan varonil– en que prodigaba sus cariños a la Nena, hacía pensar a uno que aquel hombre había nacido para el matrimonio.

Que estaba feliz, decía. Que la nena era la mujer de su vida, la niña de sus ojos, seguía diciendo. Que ya quería ser padre. Que qué buena abuela tendría su hijo, que qué buena tía.

El licenciado Eduardo –o Pablo– Domínguez encargó a su administrador las –cinco o seis– maquiladoras que poseía y se subió al auto, donde ya lo esperaba la Nena.

José Manuel Cuellar. (ciudad de México, 1990) estudió la carrera de filosofía en la UNAM. En 2009 obtuvo el Premio Nacional de Novela Luis Arturo Ramos con El caso de Armando Huerta (Ficticia Editorial) y en 2010 el Premio Elefante de Novela con El Club de las Medias Rotas (CVA Ediciones). Ha sido residente en la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores y becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Su obra Ciudademéxico (Fondo Editorial Tierra Adentro) mereció el Premio Nacional de Novela Joven José Revueltas 2014.

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Autor Lado B
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