Lado B
LAS MUJERES ME TRASPASAN (o del amor, el trabajo, las mujeres y la muerte)
Erick Parraguirre
Por Lado B @ladobemx
23 de enero, 2015
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Erick Parraguirre

 

Si alguno pudiera desear lo que es incapaz de poseer,
la desesperanza deberá ser su hado eterno.
William Blake

Las mujeres que me gustan me traspasan. Quiero decir que pasan a mi lado como si yo fuese los escombros de una casa vieja por las que ellas tuvieran que cruzar, cuidando no ensuciar sus zapatos. Y el calzado de las damas se tiene que respetar, esto lo aprendí  porque una vez tuve el atrevimiento de decirle a una compañera que no me gustaba el color de sus tenis, su respuesta fue inmediata y no admitía concesiones; chinga tu madre, dijo. Otra ocasión me burle de unas botas con animal print de una exnovia, después de eso ella dejo de usarlas y, por supuesto, de visitarme.

Existen muchas maneras de guisar un corazón en la desazón del amor, y yo había probado varios platillos. Desde el ignorar la suplica hambrienta y lastimera, hasta el hueso de carnaza bañado en una deliciosa salsa de ilusión. Y por eso cuando algún cretino opinaba puerilmente que yo no conocía suficiente del mundo femenino, reía interiormente de su fanfarronería, ¿cómo puede expresar sujeto alguno un conocimiento de un tema que escapa al entendimiento? No lo sé. Pero opiniones, sobre cualquier tema, tienen todos.

Estoy tan acostumbrado a ser ignorado, que en mi empleo actual –un lugar donde práctico el arte de la paciencia y el inglés- una de las compañeras tuvo la gentileza de hacer una seña de saludo y, creyendo que ese ademán era para alguien más que se encontraba atrás, continúe con mis labores sin prestar más atención. De está manera he perdido el trato con muchas mujeres. Cuando era un joven que asistía sin entusiasmo a la preparatoria, y empezaba a padecer miopía, hubo mujeres que a la distancia agitaban sus brazos para saludar, pero siendo incapaz de reconocerlas por el padecimiento de mis ojos, fui denostado como un mamón. Por alguna razón, siempre creo que hay alguien más detrás de mí.

Bueno, digo que las mujeres que me atraen me ignoran, y si no lo hacen, simplemente se ríen de mí. Cuando era un insulso adolescente pollino, las mujeres únicamente me hablaban para pedirme dinero prestado o regalado, para el caso daba lo mismo. Recuerdo estar sentado en un sitio solitario de una secundaria polvorienta leyendo literatura barata, cuando un par de colegialas al verme se acercaron y dijeron: mira un comic, señalando aquel objeto, después se miraron y soltaron sus carcajadas mientras se alejaban. Aún puedo escuchar sus risas burlonas resonando en las estrías de mi alma.

En el lugar donde laboro, una chica bastante bonita y con el cabello pintado de colores, me sonrío; la primera vez que lo hizo pasé de largo pensando que no se dirigía a mí, la segunda vez le correspondí la sonrisa, y la tercera vez me saludo; me tomó por sorpresa y no tuve tiempo de reaccionar, me quedé con los brazos tendidos pensando en lo que debería de hacer, fui muy lento, y esta duda me ha dejado, otra vez, con otra ausencia en el espíritu.

Alguna vez me dije que nunca saldría con mujeres que se tiñen el cabello, porque el primer comentario que me viene a la mente es decir que parece que un unicornio les ha cagado en la cabeza. Pero uno siempre termina traicionando sus ideales con tal de conseguir caricias. Aunque la historia tiene muchos ejemplos de esta clase, hombres que traicionaron sus ideales por una mujer. Cuanta razón tenía el viejo indecente al decir; “Más de un hombre bueno ha acabado en el arroyo por culpa de una mujer».

¿Es posible que éste constante rechazo de las féminas que me gustan, me haya convertido en un asceta involuntario, y que haya caído en esa lamentabilísima condición que mencionaba William Blake; “… el deseo al ser restringido gradualmente, se hace pasivo hasta ser sólo la sombra del deseo.”?

Puede ser que haya envejecido prematuramente al contagiarme del entusiasmo de los viejos, cuando me veía forzado a recoger el talón de pago de una pensión que mi madre me heredó. Los ancianos esperaban pacientemente en las sillas, algunos necesitaban ayuda para poder ir hasta la ventanilla a firmar, otros se encontraban por casualidad con antiguos compañeros de trabajo, en la mirada se les dibujaba la nostalgia de otros años y el deseo de largarse de una buena vez antes de ver a otro camarada caer. Mi madre, otra mujer que me abandonó. ¿Será cierto aquello de “infancia es destino”? En fin, yo no cuento con el estoicismo de aquel rumano roído para sentarme en la cumbre de la desesperación con una sonrisa orgullosa y triste. Aún deseo el roce del cuerpo femenino, pero por alguna razón, he dejado de ser sangre tibia para las mujeres, y me he convertido en una costra.

Tengo que reconocer que no todo ha sido soledad, algunas mujeres han sido compasivas conmigo y me han demostrado caridad. Pero si uno se descuida puede fácilmente terminar en un nosocomio. Porque el amor apendeja, hace que uno baje la guardia y vea la realidad como algo maravilloso y de repente ¡madres!, un ser nuevo es arrojado al mundo. Una nueva persona nace para seguir con el ciclo, un recién nacido listo para ser incrustado en la maquinaria del capitalismo. Renovar el engranaje de un sistema que enajenará al nuevo ser en un mundo vil, donde se verá obligado a trabajar para sustentarse y, al mismo tiempo, alimentar a tecnócratas parasitarios con sus impuestos. ¿Vale la pena lamentarse? Por su puesto que no, pero mientras siga respirando y continúe robándoles suspiros a los gusanos y las moscas, me seguiré quejando.

Perdón, decía que las mujeres también son bondadosas con los hombres rotos, y recientemente, una mujer con la que no tenía contacto desde hace más de diez años, me ha agregado a sus redes sociales. Otra mujer me ha escrito: ya déjate ver, quiero hacerlo y platicarte. ¿Qué quiere hacer? No lo sé, pero probablemente no lo hará conmigo, aunque sí me platicará. Está nueva forma de comunicarse, sin estar comunicados es ruidosa. Porque la tecnología es un placebo de esperanza; es una realidad que cada vez tiene que ponerse más maquillaje para tratar de lucir bien. De cualquier manera las mujeres son prudentes, y ésta cautela, tarde o temprano, termina alejándolas de mí. Pero me arrepiento de mi banalidad,  porque pienso que probablemente existen dos, cinco, cuarenta y tres o quién sabe cuántos más jóvenes que se han marchado del mundo sin, quizás, siquiera haber conocido la voluptuosidad de un cuerpo femenino. Y mejor guardo silencio.

 

 

E. C. Parraguirre (Chetumal, Quintana Roo) ha hecho de su culo un papalote y de su corazón un origami. Actualmente trabaja en un call center recibiendo quejas, y por las noches rechina los dientes.

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