Lado B
Las horas en la tierra del jefe de Los Zetas
“Acuérdate dónde estás… y que Tezontle se escribe con ‘Z’…”
Por Lado B @ladobemx
31 de enero, 2014
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Hay capos que aún muertos pueden matar. Heriberto Lazcano Lazcano, el extinto líder de Los Zetas parece ser uno de esos, al menos en Tezontle, la ciudad que lo vio nacer, su nombre aún define la vida y la muerte de los lugareños y de cualquier que se acerque a esa comunidad hidalguense.

Óscar Balderas

@oscarbalmen

He pronunciado su nombre y, por la mueca en el rostro del hombre con quien hablo, parece que está viendo un fantasma. Hace unos segundos tenía un gesto amable, pero se ha puesto lívido, casi pálido, porque dije en voz alta dieciséis letras. Tal vez es la reacción adecuada: ha convivido con tantos asesinatos, que seguro piensa que tiene frente a sí a un cadáver, porque los que no son de aquí y se atreven a decir su nombre, acaban en la tumba.

“¿Sí sabes dónde estás, verdad?”, me interrumpe el dueño de la tienda de abarrotes y su rostro cambia al de un hombre preocupado, como de buen samaritano que compadece a un hombre que espera pasar al patíbulo. Asiento con la cabeza sosteniendo la cerveza que compré para parecer un viajero sediento de paso. Aprieto los labios, demostrando que no hablaré más, menos aquí, sobre una banqueta de tierra a la mitad de una calle desierta en este barrio popular.

“Acuérdate dónde estás… y que Tezontle se escribe con ‘Z’…”, me dice el hombre y se voltea, alejándose de mí como quien huye de un maleficio. “Con Z”, retumba en mis oídos y entonces entiendo que rompí una regla de oro: hablé de él usando nombre y apellido. Ahora sólo tengo unos segundos para huir de ahí, si quiero evadir mi castigo.

Hago el apunte en mi mente, mientras trato de salir sin que se note que respiro miedo por cada poro: en esta tierra árida llamada Tezontle, en el estado de Hidalgo, si uno quiere seguir vivo nunca se le llama por su nombre a “El Verdugo”. Nunca. Si lo haces, hay que correr y no volver.

Porque aunque está muerto, si se le invoca se desatan los demonios. Y él sigue siendo el rey maligno de este lugar.

***

A principios de la década de los 70, Tezontle era apenas un poblado de 3 mil habitantes que vivían a 15 minutos de Pachuca, la capital de Hidalgo. Como suele pasar en los pequeños poblados antes de la guerra contra el narcotráfico, su vida era apacible, pese a la pobreza que los aplastaba. Ninguna calle estaba pavimentada, el drenaje era un lujo y el agua se extraía todavía de pozos que se secaban como cáscaras bajo el sol.

Antes de que los padres heredaran a sus hijos el oficio de gatilleros, en esa comunidad se entregaban tierras de generación en generación para la siembra de maíz, frijol y tuna.  Y mientras eso pasaba, en la Navidad de 1974 en Pachucha, un niño pegaba su primer llanto, como anunciando que sólo vendría al mundo a hacer llorar: el 25 de diciembre de aquel año, Gregorio Lazcano García – integrante del Ejército mexicano — y Amelia Lazcano Pérez – ama de casa — se estrenaban como padres con Heriberto Lazcano Lazcano.

Luego del parto en la capital del estado, a falta de un sanatorio decente en su comunidad, volvieron a Tezontle, donde Heriberto pasó los primeros 17 años de su vida. Los vecinos que conocieron a ese niño de estatura promedio, piel morena y cuerpo de jugador de futbol lo recuerdan como un muchacho problemático, cuya leyenda comenzó cuando se decía que mataba el tiempo disparando con el arma de cargo de su padre a los perros que se paseaban por la carretera.

Faustina Chávez, dueña del primer cibercafé de la zona, recuerda que desde entonces Heriberto llamaba la atención de las muchachas: se le podía ver sobre la avenida Álamo de esa comunidad atrayendo con coquetería experta a las muchachas del pueblo, a quienes les prometía una vida llena de lujos si se quedaban con él.

Un año antes de cumplir la mayoría de edad se enroló en el Heroico Colegio Militar del estado, donde egresó como teniente en 1997 para trabajar en la Procuraduría General de la República (PGR), cuando el entonces presidente Ernesto Zedillo pensó que sería buena idea infiltrar esa dependencia con militares de medio y alto rango para combatir a civiles corruptos. Apenas duró un año como un militar impoluto, pues en 1998 Heriberto fue detenido en Reynosa, Tamaulipas, por traficar pacas de marihuana hacia la frontera norte. No pisó la cárcel y, en cambio, oficializó su salida del Ejército el 27 de marzo de ese año para entrar de lleno al Cártel del Golfo, que en esos años triplicaba el salario de cualquier “guaucho”.

A partir de entonces, el ascenso de Heriberto fue meteórico: empezó traficando droga y terminó integrando la escolta del líder del cártel Osiel Cárdenas Guillén, hasta su captura el 14 de marzo de 2003. Osiel era, además, cabecilla de su brazo armado, Los Zetas, pero cuando este grupo se sintió lo suficientemente fuerte para crear su propio cártel, se independizaron bajo el liderazgo de Arturo Guzmán Decena, el “Z-1”.

Su mano derecha desde el nacimiento de los Zetas como grupo independiente fue Heriberto Lazcano Lazcano, a quien la vida enfiló a su destino con las siglas de su nombre: H.E.L.L.

Infierno.

***

Como segundo al mando en la organización de la “última letra”, Heriberto obtuvo la clave “Z-3” y asentó su poderío en Tamaulipas y Coahuila, mientras vivía apaciblemente en Tezontle, Hidalgo, a sólo unos pasos de las casas de sus padres y sus hermanas. Fuera de su comunidad era un despiadado enemigo y un jefe voluble que se ganó a pulso el mote “El Verdugo”; dentro del pueblo era un galán codiciado, amigo invaluable y benefactor de sus vecinos.

Para demostrar su nuevo poder, Heriberto edificó una mansión que se observa desde cualquier punto del pueblo: una casona de tres niveles, paredes blancas con tejas color ladrillo, balcón en el primer piso, alberca, patio grande y la escultura en bronce de un caballo que relincha sobre sus dos patas traseras, una posición guardada para las personas que aceptan su destino de morir en combate.

A la casa se llega sólo por la calle Sabino, en la que apenas cabe un vehículo. No es un error de diseño: Heriberto lo pidió así para garantizar que quien pudiera subir a tocar la puerta de su casa con fachada 107, sólo bajara con autorización. Si era un investigador, policía, militar o periodista incómodo, se le rafagueaba sin descanso por esa trampa mortal disfrazado de sendero estrecho. Un Chevy Monza gris y un BMW serie 5 blanco funcionaban como barricada, también propiedad del capo.

A nadie parecía importarle leer en las noticias las órdenes que el “Z-3” daba a sus soldados: decapita soldados, tortura policías, extorsiona alcaldes, fumiga adolescentes que se niegan a trabajar con “la empresa”, rompe tobillos de taxistas que no pagan derecho de piso y viola esposas e hijas de hombres que trabajan – por voluntad o forzados – con el Cártel del Golfo o el Cártel de Sinaloa.  Su sadismo se volvió tan legendario que cuando asesinaron en Matamoros al “Z-1”, nadie le quería disputar el puesto de nueva cabecilla.

En el pueblo aún recuerdan el bacanal que pagó Heriberto cuando se encumbró como “jefe Zeta”: seis grupos de banda que cantaron corridos toda la noche, carne asada para todos, cerveza, whisky y drogas a montones. El festín a principios de 2003 se prolongó tres días y el poderoso vecino se encargó de pagar los salarios caídos de quienes no pudieron trabajar porque se quedaron pegados a las botellas y las grapas de cocaína. Además, apadrinó la generación 2001-2003 de la secundaria pública de Tezontle y ordenó pavimentar la calle Pino que conducía a la carretera y le facilitaba un escape.

Durante los siete años que Heriberto fue el terror del país, en Tezontle se le recibía como si fuera un profeta que curaba enfermos o devolvía la vista los ciegos. No hay un cálculo certero, pero docentes del Colegio de la Frontera Norte asegura que bajo su mando los Zetas amasaron 120 mil millones de dólares enlutando a más de 20 mil familias mexicanas con un sello distintivo: ellos hicieron de la decapitación con víctimas vivas una práctica y no una excepción. Todos sabían de sus órdenes, pero de todos modos hombres, mujeres y niños salían de sus casas a recibirlo, le aplaudían en el camino y se le ponían a sus órdenes.

“Patrón, aquí andamos, soy el hijo de don Feliciano, para lo que se le ofrezca”, “Patrón, con usted al 100, nomás diga y yo dejo todo por usted”, “Patrón, ¿se le ofrece una escolta? Tengo entrenamiento militar y me sé rifar la vida por mi jefe”. Heriberto sonreía y el pueblo se anticipaba para la fiesta que daba el hijo pródigo al volver a casa.

Pero el 7 de octubre de 2012, la resaca cayó sobre Tezontle: en Progreso, Coahuila, un marino raso, quien no reconoció a Heriberto, le marcó el alto cuando vio la punta de una lanzagranadas en la camioneta del capo. Eso desató una balacera que, según la versión oficial, mató a Heriberto, cuyo cuerpo fue robado de una funeraria por un grupo armado, minutos después de que una prueba de ADN confirmara al gobierno que se trataba del “Z-3”.

La versión popular apunta a que Heriberto pactó con el gobierno mexicano para darlo por muerto y la mejor historia que se les ocurrió fue la del robo de los restos del narcotraficante; dicen que sigue vivo, con cirugía plástica y disfrutando mansamente los millones que salvó al volverse testigo protegido del Estado mexicano.

Sea cual fuere la versión, en Tezontle sucedió algo que ningún medio cubrió: la noche que se dio a conocer la supuesta muerte de “El Verdugo”, centenas se reunieron en la cancha de tierra ubicada atrás del módulo de salud del poblado y lloraron por largas horas la partida de su ídolo. Los hombres pegaron balazos a las nubes y las mujeres sollozaban agarradas a la grava, como si se despidieran tocando cielo e infierno para cubrir todas las posibilidades del destino final de su amigo.

Una imagen quedó en la mente de Gabriel Rojas, mecánico del pueblo: doce muchachas, de no menos de 15 años, berreaban vestidas de negro por Heriberto. En el pueblo les llamaron “las enamoradas” y pegaban gritos de dolor porque se les había ido el amor de sus vidas.

“El día que nos dijeron que mataron al ‘patrón’, había unas niñas. Ni sus XV años festejaron y sentían que la vida se les acababa. Su plan de vida quedó jodido, señor. Tenían la esperanza de casarse con ‘el jefe’”, dice, mientras engrasa medio motor de Tsuru.

La noche se volvió una serie de lamentos de adolescentes que lloraban como viudas al “Verdugo”, amo y señor del pueblo que se escribe con “Z”.

A partir de entonces, a Tezontle lo rondó el fantasma del “Verdugo”.

***

Para llegar al pueblo del “patrón” hay que viajar una hora con 45 minutos desde la ciudad de México hasta la Plaza de Toros en Pachuca de Soto. Luego, tomar un taxi que cobra unos 50 pesos hasta la 18 Zona Militar de la entidad, que dicen los pobladores, está en la nómina de “la familia del señor” para que sirva como escudo y proteja las propiedades familiares que dejó Heriberto. Después, el conductor deja al paseante en la entrada del pueblo y queda a su suerte.

Me lo dijeron: si entras, hazlo rápido y no vuelvas; no digas su nombre jamás; pasea, compra algo, revisa y lárgate; habla poco y si lo haces, no converses con el señor que vende pollo frente a la iglesia, porque es “halcón” de la hermana de Heriberto Lazcano, quien vive sobre la calzada principal, junto a los campos de maíz; tampoco platiques con el que vende discos pirata atrás del mercado, porque es informante de los Zetas; menos con la señora de la papelería, porque si avisa que estás preguntando cosas que todos los del pueblo deben saber, te fichará y quién sabe lo que te pasará.

Con esa advertencia camino el pueblo. Árido, pedregoso, sucio, ando por las calles Álamo, Sabino, Suaces, Pino y más. Hay dos tipos de habitantes aquí: los que infunden miedo y los que caminan con miedo. Yo soy de la segunda categoría y se nota más cuando al rebasar una ferretería, una camioneta Yukon negra, sin placas, se estaciona junto a mí. La ventanilla polarizada baja y me deja ver un hombre de rasgos toscos, bigote tupido, lentes oscuros y boca maciza que me lanza una mirada examinante. Aunque el “patrón” no esté aquí, es territorio Zeta.

“¿A dónde vas, muchacho?”, me pregunta el “halcón” con la mano metida en la solapa del saco, como acariciando un arma. “A la iglesia, señor, voy a conocerla porque soy de Pachuca”. Suena ridículo, pero funciona. El hombre me vuelve a examinar y me advierte: “no te tardes” y arranca. Reconozco que la única razón por la que no me intentó subir a su auto es porque me acompaña una editora de un diario local de la capital.

Enseguida, hablar con los pobladores sobre el “patrón” es fácil. Parecen fanáticos disputándose el título del número uno. “¡Yo le daba su pozole al jefe!”, “Una vez le lleve gasolina para sus trocas”, “Yo tengo un sobrino que es ahijado suyo”, “Cuando me veía, me llamaba por mi nombre”.

Sobre su crueldad nadie habla. En el centro de salud las camillas son las mismas que él donó; lo mismo que la primaria y sus pizarrones blancos que sustituyeron a unos verdes deseados. Murió, pero no su legado: bacanales, trabajo, sicarios, droga y un pueblo que ahora es temido.

Su reinado se respira aquí: los niños quieren ser como él, los padres lo alaban, las madres lo miran como el yerno perfecto. Dicen que está muerto, pero la comunidad intenta cada día tenerlo vivo en la memoria: le dedican ofrendas, lo extrañan en Navidad, le llevan flores a su hermana el 10 de mayo y en su cumpleaños el pueblo se vuelva en halagos.

Aspiro su recuerdo y al llegar al otro extremo del pueblo, paro por una cerveza. Me distraigo y al dependiente de la tienda le pregunto por Heriberto Lazcano Lazcano. Carajo. Tan pronto lo he dicho, supe que me equivoqué. El hombre, que antes sonreía, voltea a ver a los tres hombres que afuera de su local vacían unas caguamas. Me han escuchado.

“Vete, chamaco”, me susurra y ni siquiera pido el cambio de un billete de 100 pesos. Atenazo la lata de cerveza como la única arma que tengo en caso de tener que aventarla a los ojos de alguien y salgo. Hay dos posibilidades: correr 300 metros por un camino flanqueado por sembradíos de maíz o volver al pueblo. Mientras lo pienso, los tres hombres que estaban afuera de la tienda se han ido. Ellos tienen dos posibilidades: huir de mi o avisarle al jefe de la plaza que hay un extraño el pueblo.

Yo voy por mi primera opción pensando que ellos tomarán su segunda.

Corro. Rebaso la que dicen es casa de la hermana del “Verdugo”. Luego, la que aseguran es de sus padres. Más adelante, la de sus supuestos tíos. Aunque ha muerto, o desapareció por protección, Heriberto manda aquí con el horror de su ausencia.

Sin fuerza, agoto los 300 metros, casi jalando de la mano a la periodista que me acompaña. Espero en la carretera al camión que va a lo lejos, mientras ella avisa que en el horizonte se ve a la Yukon negra avanzar hacia nosotros en una línea recta que le da más velocidad. Parecen estar tan cerca.

Uno de los autos llega primero. Adentro, al fondo del vehículo, el corazón nos amartilla. Avanzamos seguros con rumbo a Puebla, mientras pienso que sí, que en esta tierra árida llamada Tezontle, en el estado de Hidalgo, él sigue siendo el rey maligno de este lugar.

Que hay capos que aún muertos pueden escapar y matar.Lado B. Periodismo 3.0

Este texto forma parte de una serie de crónicas publicadas en enero de 2014 en el portal revolucióntrespuntocero.com, divididas en tres capítulos, sobre una visita a la cuna de uno de los líderes de Los Zetas.

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Autor Lado B
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