Lado B
YO QUERÍA ESTAR SOLO
Un cuento de Nabor Rachowsky
Por Lado B @ladobemx
18 de abril, 2013
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Nabor Rachowsky

@NaborRachowsky

Para la tía chica.

 

Yo quería estar solo. Solo, porque el mundo era como un perro sarnoso arrastrándose por una calle transitada, al que la gente miraba con repulsión, sin hacer nada, ni para ayudarlo a morir, ni para tratar de salvarlo. El desasosiego infundia un orden difícil de superar. Una tía abuela había fallecido, y mi familia me había instado a asistir a su velorio. A mí, que tanto me incomodaban esas tradiciones litúrgicas, esas celebraciones carentes de gracia, se me había solicitado mi presencia. ¿De qué manera evadir esa responsabilidad? Amigos, ellos podrían rescatar mi alma de ahí.

A las ocho en punto de la noche, justo la hora en que empezarían el rosario, salí en busca de ellos. Una de mis tías preguntó “¿a donde vas?” y la única respuesta que obtuvo fue: “a dar la vuelta, no tardo”. Marché en busca de mi amigo Armando. No demoré en encontrarlo y nos dirigimos por unos tragos a un bar. Hablamos como de costumbre; de casi nada. Él ya tenía planes para ir con unas amigas a bailar. Sin más remedio me invitó a acompañarlo, y sin más remedio lo acompañé. Y como cualquier imbécil, mal bebedor, después de tres cubas, me encontraba bailando arrítmicamente con una mujer chaparrita, llenita, tetona y de nalgas planas. Una conocida de mi amigo. Me desembaracé de aquel asunto de mover mi cuerpo como un simio drogado, y coloqué mi trasero en un banco para continuar bebiendo. Los tragos sucedieron uno tras otro hasta consumir la botella. Mi amigo, ya se encontraba besándose con la mujer con la que yo estaba bailando. En realidad no había problema. Los perdedores estamos acostumbrados a eso; a que las mujeres se vayan con los otros, los ganadores, los competidores de la vida. No hay nada que hacer al respecto. Sólo observar como nuestras derrotas se van acumulando igual que tragos de alcohol en el hígado.

Afortunadamente llegó otro conocido con quién conversar de lo mismo; de casi nada. Me habló de su novia, sus pleitos de pareja, como los habían sobre llevado, sus otras mujeres, en fin. Gracias a ser un buen escucha de problemas ajenos, me gané una cerveza y otra invitación para seguir bebiendo en otro bar. Después de que Armando se despidiera de sus amigas, los tres caminamos al siguiente punto.

La noche, que siempre guarda sorpresas, nos deparó una no tan agradable, el establecimiento al que íbamos se encontraba cerrado. ¿A caso era esto una señal, de que yo tendría que estar con un rosario en las manos y no en busca de otra cerveza? No, no era así. Marcial, a quién le decíamos “el chido”, dijo; “pues ni pedo, vamos a el Barbudo”. Y eso hicimos.

El Barbudo era un lugar oscuro, con unas cuantas luces neón iluminando rincones estratégicos y con mujeres dispuestas a consolar a hombres con billeteras gordas. Ocupamos una de las mesas, y Marcial invitó a una mujer para que nuestros ojos inquietos se entretuvieran. Cuando “el chido” se distraía para saludar a sus camaradas del bar, yo aprovechaba para platicar con aquella mujer.

-¿Cómo te llamas?-

-Sherley- respondió de manera cándida.

-Sherley, bonito nombre, no es muy común por estos lados- y me sonrió.

-¿Y tú, tienes novia, eres casado o algo?- preguntó con la curiosidad rigurosa que le impelía su profesión.

-Soltero y no disponible- dije, y otra sonrisa se le dibujo en la cara. En tono burlón me dijo:

-¡Uy, o sea, pinto mi raya!-.

-Salud- respondí y levanté mi envase.

citaRachomsky

Marcial pidió un cartón de cervezas, y me di cuenta que probablemente no llegaría ni a la mitad del velorio. Resignación y calma, eso es todo lo que un hombre necesita, pensé. Una de las chicas pasó a la pista. Estaba bien, tenía un rostro agradable y sus movimientos no eran tan torpes. No le quite la atención de encima y al finalizar, Sherley, me espetó con sorna, “pero parpadea, por favor”. No le di importancia a su comentario y seguí bebiendo. Después de un tiempo me preguntó:

-¿Y a qué te dedicas?-

-Soy escritor-

-¿En serio?, a mi gusta García Marquez. ¿Y escribes libros o algo así?-

-Algún día. Por ahora escribo poesía para niños- su rostro no pudo disimular la sorpresa y me dijo con resignación:

-Se hace lo que se puede, ¿no?-

-Lo hago sin pensar. Por cierto tienes unas piernas bonitas, ¿traes puestas unas medias?-

-No, siente- y tomó mi mano para conducirla a uno de sus muslos morenos y encendidos, para después apartarla, mientras me decía- ay, tienes las manos bien frías-

-Nada más por fuera- le dije y se quedó callada un instante, para continuar:

-Oye, invítame una cerveza tú-

-Mira, me encantaría invitarte un trago, pero yo no tengo dinero, el chido es él- mientras señalaba a Marcial.

No insistió. Y minutos después los dos habían desaparecido para ir a un lugar más agradable. Quizás no tan agradable como al que se había marchado la tía abuela, pero que más daba. Yo estaba ahí, viendo a mujeres que sudaban por llevar su pan a la mesa, la mayoría, probablemente, eran madres solteras, y uno no podía juzgar la manera en que ejercían su trabajo para ganar dinero. ¿Qué se podía hacer, si éramos como cucarachas buscando refugio en la oscuridad?

Al salir del lugar, mi reloj marcaba las seis de la mañana, y el sol empezaba a iluminar el poblado. Atravesamos la carretera y “el chido” dijo; “vamos a conectar unos toques de mañana para ir al cerro”. Nadie se opuso, lo esperamos en una esquina, y regresó con las bolsas llenas. Enfilamos al camino terroso, que nos llevaría a un lugar apartado y discreto para fumar. Y ahí bajo la sombra de un árbol, dejamos que el tiempo se consumiera sin miramientos.

Llegué a la casa, crudo, desvelado, y con ganas de derrumbarme en una cama. No pude, porque no había nadie que ayudara a subir el féretro a la carroza. Me pidieron hacerlo.

Es curioso; una ocasión que no hubo nadie en casa, la tía abuela se desmayo en el patio, la cargué para introducirla a la sala y esperar a que recuperará el aliento. La “tía chica”, como le decíamos de cariño, probablemente nunca se enteró de esto.

Junto con el señor de la funeraria -un tipo de cabello cano, y flacucho- la introdujimos en el coche. En toda su vida, lo único que pude hacer por ella fue ayudar a cargarla. Es posible que de esto, tampoco se haya enterado.

Nabor Rachowsky (1986, Chetumal, Quintana Roo). Se podría decir que no ha hecho mucho, casi nada. Que recicla latas de aluminio, por las que recibe un módico pago. Que ha publicado en la extinta revista Traspatio en Puebla, y la revista La Piedra en Morelos. Se dice que es monero, bajo el seudónimo de un extraño y que probablemente trabajaría si tuviera la oportunidad. También se podría decir que es un filántropo atrapado en el cuerpo de un misántropo.

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Autor Lado B
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