Lado B
Acto de piedad
"Yo estaba saliendo de los veintes y él era un generalote de división entrado en los sesentas"
Por Lado B @ladobemx
22 de febrero, 2013
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Las impresiones, el making off de una entrevista entre una chica que estaba saliendo de sus veintes y un generalote entrando en los sesenta. Una entrevista realizada a finales del siglo pasado que ponía el dedo en la llaga de una realidad que terminaría cayendo como un fardo sobre la realidad: «Me dijo que las armas de las fuerzas “armadas” no sirven ni para enfrentar a los ejércitos que hay en casa».

 

Eileen Truax

@EileenTruax

Yo estaba saliendo de los veintes y él era un generalote de división entrado en los sesentas. Cuando hablé a su oficina para pedir la entrevista, la secretaria me dijo: “¿Para cuándo quiere la cita con mi general?”. “Mi general” era una frase que yo sólo había escuchado cuando la gente se refería a mi general Emiliano Zapata; pero en la puerta del siglo XXI, un generalote nada tenía que hacer en la escena pública, pensé; menos en la política. Pedí la cita para un miércoles; el general me recibiría en su casa.

Venido de una tradición militar rígida, el general era de cuna humilde y carácter recio. Vivía en esa zona del norte de la ciudad de México donde las calles hacen referencia a lomas, montes y sierras; particularmente la calle de su casa estaba en una cuesta empinada a donde mi carrito estándar llegó con trabajos mientras yo me acababa el clutch. Cuando agarré la grabadora y bajé del auto, me sentí un poco intimidada: era la primera vez en la vida que entrevistaba a un militar.

El general era todo un caballero. Por alguna razón me lo imaginaba vestido de traje, como tantas veces lo vi en el Senado: una figura no muy alta, ligeramente llena, pero cuidada; cabello cano, piel gruesa, mirada dura, sonrisa franca. Quien me recibió fue un hombre de atuendo casual, con una súbita suavidad en los ojos y todo el tiempo del mundo para platicar. De pronto me di cuenta de que esta entrevista la había esperado él con más ganas que yo.

Se sentó en un sillón y me señaló otro. Alguien me ofreció algo de beber y nos quedamos solos, en medio de su casa enorme, llena de tapetes, de tapices, forrada de madera en pisos y paredes. Un ataúd, fue lo primero que se me vino a la mente.

En medio de la penumbra, hablamos. Había nacido y se había convertido en hombre en esa época en la que los presidentes del país también eran generales. Ingresó a las fuerzas armadas un poco por vocación y un poco por supervivencia, pero siempre con ese amor a la patria sacado del Himno Nacional que ahora no se ve ni en las monografías de ocho pesos. Su ascenso en la milicia se dio en paralelo con las buenas relaciones que estableció con los cacicazgos del estado de Nayarit. Cuántos secretos no les sabría él a ellos, y cuántos ellos a él. Tantos, que al pasar los años y retirarse del Ejército entre vítores y honores, el partido le dio un escaño, y después una curul.

Con este bagaje, me interesaba su opinión. Era el año 2000 y un presidente ranchero, salido de las filas de la derecha, acababa de llegar al gobierno y era el comandante en jefe de las fuerzas armadas. Para un militar formado en el laicismo, en la política de carrera, en la cultura del esfuerzo, en la disciplina y el rigor, ¿qué representaría un presidente campechano, hablador, inculto, despectivo, aferrado a vírgenes y crucifijos al ponerse la banda presidencial?

El general sonrió en silencio. Fue cuidadoso con sus palabras. No elogió, pero no desdeñó. En su mirada se veía la nostalgia por los tiempos idos, las glorias efímeras que había depositado en un banco cuyo capital en nada valía para quien ahora estaba al mando. La apuesta de una vida, el tragarse favores y sangre, el endurecer el corazón y ejercitar el cinismo, para acabar siendo la oposición, la minoría, para recibir un cargo de papel. Lo empecé a ver más chiquito cada vez.

Por más de una hora el general habló y habló. Desdeñó, eso sí, la falta de respeto a los símbolos patrios plasmado en la papelería presidencial con su “águila mocha”. Con una honestidad que me desarmó, me dijo que el Ejército Mexicano no sirve más que para rescatar gente cuando hay inundaciones. Me dijo que las armas de las fuerzas “armadas” no sirven ni para enfrentar a los ejércitos que hay en casa. Me dijo que los jóvenes no aceptan ser reclutados por vocación, sino por hambre. “Hemos recogido muchachos en Oaxaca que entran al Ejército para ponerse unas botas por primera vez. Así es como estamos”.

Yo ya tenía mi respuesta, pero él seguía hablando. Por una única vez en la vida pude sentir la pequeña tragedia del dinosaurio en la agonía. Un conato de compasión me llevó a hacer dos preguntas más; después utilicé el tráfico y el sur de la ciudad como coartada para escapar. Sus ojos tristones no combinaban con la sonrisa forzada con la que me acompañó a la puerta; estrechó mi mano, y me dijo con sinceridad que había sido un gusto platicar conmigo. En un acto de piedad disfrazado de empatía, me escuché decir: “Igualmente, mi general”.

Supe que el general murió el 21 de octubre de 2004.

*Eileen es periodista chilanga y escritora freelance. Vive en Los Ángeles, desde donde escribe para Gatopardo, Obras, el suplemento Enfoque de Reforma y otras publicaciones. Es autora de la columna Si Muero Lejos de Ti que aparece los miércoles en Huffington Post Voces. Desde hace diez años es corresponsable de mantener andando a Malaespina Producciones.

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