Lado B
Peregrinos de la Santa Muerte
Una mirada al rito devoto de la “niña blanca”
Por Lado B @ladobemx
25 de enero, 2013
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Su fe católica no les impide creer incluso en aquello que su religión les prohíbe: la Santa Muerte, una devoción cada vez más común, un asunto de fe que va más allá de edades, clase social o profesión.

 

“El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos”

Octavio Paz, El Laberinto de la Soledad

 

Xavier Rosas

@wachangel

Es un susurro al final del autobús, un canto de niño muy quedito que dice: “especial dedicación a mi Santa Muerte, por protegerme y proteger a toda mi gente”.

Guillermo no pone atención a la película de los Muppets que se proyecta en las pantallas del camión, ni a los mayores que preguntan si todos están abordo, tampoco le interesan los tacos de canasta que fueron comprados y ya se están repartiendo. Está concentrado en cantar la letra de la canción del Cártel de Santa. Su hermano mayor lo escucha desde el asiento contiguo, y sus primos, menores que él, tararean y si se equivoca, lo corrigen.

Tiene 12 años y desde hace dos se sabe la letra de la canción dedicada a la “niña blanca” o “la comadre”, como también se le conoce a la Santa Muerte: “me metí al Windows y la escribí completa. Me llevó tres días terminarla, pero al final me la aprendí. Antes también las escribía en una libreta, pero como tenemos computadora ya lo hago ahí”.

Oscurece en la Ciudad de México. Al interior del camión los peregrinos se acomodan en sus asientos y la comida pasa de mano en mano. El viaje de regreso comienza.

El autobús se abre paso ante el tráfico ocasionado por un choque entre dos vehículos en la calle Gandhi, a un costado del Parque de Chapultepec. La peregrinación al Templo de la Santa Muerte Encarnada, uno de los altares más conocidos por los adoradores de este culto, ubicado en las cercanías del barrio de Tepito y supuestamente hecho con una osamenta real, terminó en una salida familiar para aprovechar el día de asueto.

Mientras el camión continúa su marcha tratando de sortear el caos vehicular y a los transeúntes que aceleran el paso para atravesar la calle y ganarle a los coches, entre el sonido de los claxon, Guillermo canta: “Yo no sé si hay un cielo o un infierno / Pero lo único seguro en esta vida es usted / Eso lo entiendo”.

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El portón de madera del templo de la Santa Muerte, ubicado en la calle 8 Oriente, cerca del Barrio del Artista en la ciudad de Puebla, permanece cerrado. La cita era al cuarto para las seis de la mañana, sin embargo aún no llega ningún peregrino.

@wachangel

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En la calle los primeros transeúntes, que seguramente van hacia el trabajo, caminan a paso veloz bajo la luz de las farolas. También transitan algunos microbuses con pasajeros, la mayoría de ellos recarga la cabeza contra las ventanas y aún puede observarse en sus rostros un semblante somnoliento.

El sol comienza a asomarse por detrás de la torre de la Iglesia de San Francisco, dibujando su silueta en tonos amarillos y naranjas que contrastan con el azul del cielo.

Ya son más de las 6:30 y los sonidos se incrementan: los zaguanes de madera de las casonas del centro rechinan al abrirse, se escucha el andar acelerado de algunos peatones y aparecen los primeros sonidos del tráfico.

Finalmente se enciende la luz al interior del templo, los candados y las trabes se retiran, y el portón es abierto lentamente, como revelando la imagen que se encuentra dentro: un esqueleto de más de metro y medio que, a primera vista, impacta a cualquiera que descuidadamente se asome al pasar caminando por la 8 Oriente. La imagen está arreglada con un vestido como de quinceañera. Es la Santa Muerte vistiendo sus mejores galas.

Adrián y Elisa, madre de Guillermo, son los encargados de recibir a los peregrinos. Ya tienen listas las ofrendas y las bolsas del mandado llenas de comida para el almuerzo.

“El camión tenía que llegar a las 6:30. Si no llegan nosotros nos vamos. Si quieren mejor pasen allá adentro, hace menos frío”, invita Elisa y luego sale a la calle para ver si ya se acerca el autobús.

Adrián desaparece tras la puerta del templo, mientras Guillermo y uno de sus hermanos esperan adentro.

Pasadas las 7 de la mañana comienzan a llegar los primeros peregrinos cargando sus ofrendas y su comida. La madre de dos jóvenes menores de 25 años de edad lleva en brazos a una bebé, es su nieta. A la mamá de la pequeña le preocupa que su esposo se enoje por llevarla, la madre sonríe y se encoje de hombros.

Los viajeros continúan llegando al templo. Para una de las familias es una fecha especial: pagará una “manda” a la niña blanca.

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Alrededor de las 10 de la mañana la peregrinación de la Santa Muerte hace su primera escala en la calle De los Misterios, al pie del cerro del Tepeyac, uno de los santuarios más visitados en el mundo, el segundo en importancia luego de la Basílica de San Pedro en Roma: la Basílica de Guadalupe en la ciudad de México.

Mientras el guía da instrucciones sobre el punto de reunión al concluir la visita, los peregrinos preparan sus cestos llenos de manzanas rojas, cajetillas de cigarro, veladoras y botellas de tequila, ofrendas que más tarde terminarán a los pies de la niña blanca.

En los asientos del autobús sólo se quedan tres figuras de la Santa Muerte.

En la Basílica se celebra una misa: algunos devotos la escuchan, otros visitan el ayate de Juan Diego. Los devotos de la Santa Muerte también participan en la ceremonia y hacen sus peticiones a la “Virgen Morena”.

Se estima que en México 93 de los más de 112 millones de habitantes profesan la religión católica. No se sabe cuántos son adoradores de la Santa Muerte. Guillermo y su familia, igual que muchos católicos, también rinden culto a la niña blanca.

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Ninguno de los peregrinos de la Santa Muerte viste completamente de negro como podría pensarse; es más, actualmente entre los devotos de este culto se pueden encontrar médicos, taqueros, incluso periodistas, también hay comerciantes.

Santa Muerte

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“Las personas acuden a ella sobre todo para protegerse de sus enemigos en un marco de incertidumbre y riesgo permanente”, describió el antropólogo de la Universidad de Castilla, Juan Antonio Flores Martos, en su investigación “La Santísima Muerte en Veracruz, México: vidas descarnadas y prácticas encarnadas”, en el que define este culto “como portador de una intensa mixtura que no puede calificarse como sincrética, por lo que más que fusionar, mezcla y confunde una diversidad de elementos procedentes de variadas fuentes místicas y religiosas, entre las cuales sobresale el peso del catolicismo popular y su composición heteróclita”.

A unos 50 metros de la Basílica, apenas bajando una escalinata, un espacio de no más de tres metros cuadrados alberga una figura muy parecida a la de la “Virgen Morena”, sólo que esta se encuentra descarnada y tiene a sus pies botellas de tequila, cigarrillos, flores y manzanas rojas: se trata de la Santa Muerte.

Al interior del mercado de la Basílica, rodeado por puestos de medallas, relicarios, veladoras  e imágenes de la Virgen de Guadalupe, el Santo Malverde o San Judas Tadeo, se encuentra un altar a “la niña blanca”.

Ahí, los devotos hacen sus peticiones para que les vaya mejor en sus negocios, tengan salud o le agradecen por lo recibido.

El ritual comienza. Doña Mari es una de las encargadas de “limpiar” a los peregrinos. Mientras dice una oración, frota el cuerpo de cada uno con una veladora, lo hace de la cabeza a los pies.

“Hace unos años me quedé sin empleo y las cosas no estaban saliendo bien”, cuenta el esposo de Doña Mari y enciende una veladora a los pies del altar, donde también están ya las ofrendas traídas desde Puebla.

Su historia es como la de muchos: la devoción llegó luego de un tiempo de problemas laborales, económicos o incluso legales.

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Los vecinos de los alrededores del Barrio de Tepito miran tres imágenes de no más de un metro de altura llevadas en brazos por un grupo de peregrinos. Tres figuras descarnadas, vistiendo sus respectivos trajes negro, verde y blanco van hacia el Templo de la Santa Muerte Encarnada.

Custodiando las dos pequeñas entradas del templo están un Sagrado Corazón de Jesús, una Santa Muerte que viste de blanco y una cruz en tonos rojizos.

Doña Mari y Elisa repiten la “limpia” a los peregrinos. Las imágenes de la “niña blanca” están en una de las bancas del templo, esperando a que el encargado, o “el padre” como lo llaman los devotos, salga de un cuarto que hace las veces de sacristía en donde también se venden artículos del Santo Malverde, San Judas Tadeo y “la comadre”.

La ceremonia comienza y todos se persignan. El padre, que viste como cualquier sacerdote católico, agradece a la Santa Muerte que los presentes hayan llegado con bien; en algún momento les recuerda que gracias a sus contribuciones el recinto sigue laborando.

Durante la misa, las tres imágenes de “la niña blanca” son cargadas en brazos de los peregrinos cuyos rezos conforman un cadente murmullo.

Algunos se acercan a una imagen de la Santa Muerte que reluce por su tono dorado, pareciera estar recubierta de oro. Se hincan, le tocan las manos, el rostro o el vestido, dicen alguna oración y se persignan.

Al terminar la ceremonia, que es igual al rito católico, los devotos se dirigen un pequeño altar a la derecha del púlpito, donde está una imagen de la Santa de poco más de un metro delante de una pintura del Espíritu Santo, Jesús y los arcángeles, como si la custodiaran. La costumbre aquí es reclinarse, hacer una oración y al levantarse tocar una campana tres veces “para que las peticiones lleguen a la Santa”.

Los peregrinos terminan sus oraciones y peticiones y van saliendo del Templo. Elisa, Adrián, Guillermo y sus hermanos caminan hasta un puesto de dulces y artículos de este culto que se encuentra a unos pasos.

-¿Me compras una? -dice Guillermo a su mamá mientras señala una figura de la Santa Muerte vestida de negro con tonos dorados.

-Es como la primera que tuviste.

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Autor Lado B
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