POR PAULINA RÍOS Y DIANA MANZO | PÁGINA 3
FOTOS: ISABEL BRISEÑO
¡No quiero que tú me atiendas!, exclamó tajante Coral Ortiz poco antes de parir. La madre primeriza frenó en seco al médico residente de obstetricia que por segunda ocasión intentó examinar su vagina sin su consentimiento una tarde de octubre pasado.
Tras su reclamo, quienes estaban en la sala de labor de parto se quedaron pasmados y el silencio inundó el lugar. Horas antes, Coral, mujer menudita, morena, de 27 años, había llegado al hospital del IMSS en Oaxaca, en el sur de México, con la membrana amniótica rota —la que envuelve al feto durante el embarazo— para dar inicio al proceso de parto.
“Cuando me tocó el pasante, me lastimó y estuvo jugando sus dedos adentro de mi vagina”, narra Coral sobre el tacto vaginal que le hizo. Horas más tarde, al ver que el mismo médico le realizaría una segunda revisión, lo afrontó en medio de los intensos dolores de labor de parto y le exigió que la atendiera alguien más.
La violencia que vivió Coral no es un hecho aislado. A pesar de que han pasado 41 años desde su primer parto, Alejandra Olvera recuerda nítidamente la risa burlona del ginecólogo que la valoraba cuando estaba a punto de dar a luz en el mismo hospital en Oaxaca.
“El médico me dijo sin más: ‘La voy a revisar, abra las piernas’. Introdujo sus dedos en mi vagina, pero mientras hacía la exploración frotaba sus dedos en mi clítoris y me miraba burlonamente para ver mi reacción”, recuerda.
Después, en el parto, volvió a sufrir violencia.
“Tras varias veces de pujar, la cabeza de la bebé empezaba a salir. Aprovechando una contracción, la médica pasante me cortó con un bisturí, sin anestesia”, relata Alejandra. “El dolor me hizo gritar y alguien me dijo: ‘¡No grite! ¡Aguántese, señora! ¡Hijo quería!’”
Los actos de violencia obstétrica se han enraizado en los servicios de salud públicos y privados en el mundo causando daños físicos y psicológicos a las mujeres antes, durante y después del parto.
De 8 millones 700 mil mujeres que tuvieron al menos un parto entre 2011 y 2016, 2 millones 905 mil 800 mujeres (33.4%) sufrieron algún tipo de violencia en México, según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) de 2016, realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI).
Las expresiones de violencia más frecuentes fueron los gritos o regaños en un 37.4%; el retraso en la atención “por gritos o quejas” de la mujer, en un 34.4%; ignorar a las usuarias, para el 33.1%; presionarlas para que acepten un método anticonceptivo o esterilización, un 30.9%; y forzarlas a que adopten posiciones incómodas durante el trabajo de parto, en el 30.8% de los casos. Los porcentajes no suman 100 porque sufrieron más de un tipo de violencia.
Algunas de las prácticas más invasivas han sido la episiotomía, un corte de los músculos entre la cavidad vaginal y el ano para facilitar el parto que se ha vuelto una práctica común pero innecesaria. También hay intervenciones como la cesárea, un corte en el vientre de la mujer para extraer al bebé, sugerido sólo en caso de complicaciones, presión alta o baja, o hemorragias y que se ha extendido en la atención de los partos.
El 50% de los nacimientos registrados en México durante 2020 fueron por cesárea, esto es tres veces el límite máximo indicado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), de un 15% del total de nacimientos.
Los actos de violencia obstétrica tienen que ver con un cambio en la forma de atender los partos en, al menos, el último siglo. El lugar donde ocurrían los nacimientos ha pasado de los hogares y comunidades de las mujeres con ayuda de parteras a los hospitales a manos de personal médico que lo ven como una patología, esto es, como una enfermedad.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) reconoció en 2019 “la existencia y gravedad de la violencia obstétrica” como “una práctica generalizada y arraigada en los sistemas de salud” en el mundo, como retoma el Grupo de Información y Reproducción Elegida en su informe 2021 “El camino hacia la justicia reproductiva: una década de avances y pendientes”.
Un camino de solución para reducir la violencia obstétrica es el reconocimiento y la inclusión de la labor de las parteras tradicionales en los sistemas de salud. Pero a pesar de que en México la partería es una práctica ancestral, ni las parteras tradicionales ni las profesionales reciben el debido reconocimiento, según advirtió el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, por sus siglas en inglés) en 2017.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos señala que las parteras “son un referente en sus comunidades y pueden ser aliadas de las instancias públicas de salud para disminuir la violencia obstétrica”, por lo que la partería debería ser una “prioridad para el Estado”. Oaxaca, donde el 31.2% de su población habla alguna lengua indígena, es uno de los estados que mejor preserva las prácticas de la partería tradicional, a pesar de las barreras estructurales por los prejuicios y la falta de seguimiento de programas para garantizar su inclusión y reconocimiento. Estas son sus historias.
El instrumental quirúrgico puede ser un aliado o un factor desfavorable durante los partos.
Foto: Isabel Briseño.
Sus manos suaves han recibido a cientos de recién nacidos. Juanita Antonio, de 60 años, es una mujer de 1.50 metros de estatura, de piel morena y ojos pequeños pero radiantes, que ha atendido partos gran parte de su vida.
Dentro de su casa, en el caluroso municipio sureño de Matías Romero, recibe y atiende a las mujeres que están por partir. Es un ambiente rústico que luce limpio y ordenado con dos camas cubiertas con sábanas limpias en una habitación de cuatro metros cuadrados donde se percibe un olor a lavanda que ayuda a la relajación.
Juanita no tiene ayudantes y han sido varias las ocasiones en las que ha tenido que asistir hasta dos partos de forma simultánea.
“Mientras limpio a un bebé y se lo doy a su mamá, le digo a la otra que se calme, que ya voy con ella”, comenta sonriente moviendo las manos como si fuera una operación sencilla. Para ella lo ha sido.
Cuando Juanita tenía apenas 15 años tuvo su primer contacto con la partería trabajando como asistente de la doctora Guadalupe Silva en la ciudad de Juchitán, a dos horas de su lugar de origen. Durante los siguientes cinco años acompañó a la médica en su trabajo y observó cómo atendía los partos. Al cabo de ese tiempo, Juanita volvió a Matías Romero y comenzó a atender partos ella sola. La labor de las parteras como Juanita es necesaria en regiones de estados como Oaxaca, con una diáspora de comunidades en territorios de difícil acceso.
En Oaxaca hay más de 12,000 localidades con menos de 2,500 habitantes. Esa dispersión poblacional complica la instalación de centros de salud en cada una de ellas. A este escenario se suma la orografía y el difícil acceso a muchas de éstas a través de caminos rurales y que empeoran en temporada de lluvias.
Cuando comenzó a dedicarse a la partería, hace 45 años, comenta que no seguía los protocolos que conoce ahora. “Antes no pedíamos ultrasonidos ni usábamos estetoscopios”, dice. “Ahora, en el quinto mes de embarazo puede detectarse una anomalía o afectación”. Así puede saber si el bebé viene sentado o con el cordón umbilical enredado en el cuello. Y en caso de riesgo para la madre, ha llegado a llevarlas personalmente a un centro de salud.
Detrás de su sonrisa, confiesa que su mayor miedo es que una mujer muera en sus manos, por eso toma los cursos que tenga disponibles y no duda en llevarlas a un centro de salud si detecta una complicación.
Juanita asegura que no ha dejado de estudiar en los 45 años que se ha dedicado a la partería. Forma parte de la Red estatal de parteras que integra a 1,500 mujeres y hombres en el estado. A través de los Servicios de Salud de Oaxaca (SSO), las parteras tradicionales tienen acceso a cursos con parteras de todo el mundo cuando llegan a México.
A diferencia de los saturados servicios de salud públicos, en el espacio de esta partera tradicional, Juanita acompaña a las mujeres durante las horas que toma la labor de parto. Le permite a la madre tomar la posición que su cuerpo le pida: parada, en cuclillas o acostada y puede estar con su esposo o personas de su familia.
“La mujer decide cómo quiere parir, si quiere acostada, sentada o hincada y lo importante es tomarles en cuenta”, explica.
Esta visión pone en el centro de las decisiones a la mujer cuando no hay mayores complicaciones en el embarazo. Pero la labor de parteras no se reconoce plenamente en las cifras oficiales.