Lado B
Así se gasta la propina un ex guerrillero tupamaro: Sobre Raúl Rodríguez Da Silva
“El Clavel Negro” le salvó la vida en 1973, durante el golpe pinochetista, hoy el ex candidato presidencial es el principal “misionero” del sistema Stanislavski
Por Adrianisima @theadrianisima
28 de marzo, 2017
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“El Clavel Negro” salvó su vida y la de media centena de guerrilleros uruguayos en 1973, durante el golpe pinochetista. Rodríguez Da Silva, ex candidato presidencial, y uno de los principales “misioneros” del sistema Stanislavski en el mundo, podrá creer en los fantasmas, pero (ya) no le teme a la muerte

Fotos: Adrianisima.

Adrianisima

@theadrianisima

Al 760 nunca hubo que despertarlo cuando estuvo preso en Libertad. La gimnasia al interior de la celda estaba prohibida, por lo que todos los días antes de las 6 de la mañana, durante diez años, el 760 se ejercitó y aseó con un par de manos de agua reciclada por el cuerpo.

Raúl Rodríguez Da Silva vivió en una celda solitaria de 1975 a 1985 en el segundo piso del penal de Libertad, departamento de San José, Uruguay, el centro penitenciario que más prisioneros políticos recibió en los setenta, durante la dictadura militar.

Cuenta la historia con el orgullo tranquilo de quien ha hecho la tarea y sumerge su bigote en una copa de vino del valle de Guadalupe. Lo invitan otros tres “camaradas” poblanos, quienes ya condimentan nuestra comida con alguna “lucha de clases” por aquí, una “dialéctica” por allá, o el recuerdo de la visita frustrada de una comitiva poblana al dirigente del Partido Comunista en Uruguay, Jaime Pérez, cuando estuvo también encarcelado en Libertad.

¿Por qué comunismo?, le pregunto sin inocencia.

—Estuve en la juventud del partido. Entré por convicción. Sigo siendo comunista en un sentido filosófico —hace una larga pausa con la que quizá revisa lo que acaba de decir o tal vez sólo mastica su ensalada Primavera—. Si no, estaría loco, porque no entendería nada del mundo. Y me da mucha pena la gente que no puede entender el mundo en que vive por que no tiene las herramientas.

El póster con que se anunció la conferencia que dio un par de horas antes, acerca del sistema Stanislavski, lo retrata con una imagen similar a la que usó en su campaña presidencial de 2009: brazos cruzados pero dispuestos, camisa arremangada, ojos engañosamente tristes. Se dice “misionero” de ese sistema. Yo me pregunto si no debería ser “misionero” a secas, porque lo ha sido siempre. Y es así como lo escucha la centena de estudiantes de arte dramático: es el sabio de la tribu. El político que a ratos golpea en la mesa como si estuviera en alguna asamblea, y repite las palabras para hacer el salto “dialéctico” de la cantidad a la calidad, que explicará como una fórmula para transformar el mundo.

—El verbo más importante en Rusia es rabota: trabajo, trabajo, trabajo, trabajo, trabajo, trabajo y trabajo. Todo se conquista de esa forma. Puedes tener talento, pero si no trabajas, no va a pasar nada contigo— advierte a la juventud con ese acento que aún no alcanzo a diferenciar del argentino.

Los estudiantes no se intimidan con su pasado. El que detona carcajadas, como el profesor entrañable de alguna novela rusa, no parece un hombre que haya tomado alguna vez sobre sus brazos una Kalashnikov. Las risas explotan cuando les dice que es un error pensar que “hay que pincharse la cola” para que el sistema Stanislavski funcione, y se tomarán selfies con él cuando salga para comer conmigo y sus camaradas. Es posible que lo admiren más como director teatral, actor, profesor, que como a un ex revolucionario que estaba dispuesto a transar su vida por promover la verdad del comunismo.

La misión a la que se dedica hoy –aunque lo ha hecho, a veces intermitentemente, desde hace décadas– es la de llevar al mundo el mensaje de otra verdad: la “verdad en escena” tal como la llama el sistema de un ruso que, dice Rodríguez Da Silva, está en el olvido. Stanislavski, “ese desconocido” cuya teoría se “malentiende” gracias a “malas traducciones y charlatanerías” de quienes nunca se relacionaron con Moscú ni con GITIS, la Universidad Rusa de Artes Teatrales, de la que es representante para Latinoamérica. Ahí estudió gracias a la “generosidad del gobierno soviético”, que le abría las puertas como uno de los líderes del Movimiento de Liberación Nacional en Uruguay, también llamados “Tupamaros”.

—En cada viaje de carácter político caminaba conmigo un artista. Si tenía que verme con algún camarada en París, lo citaba en el Louvre— dice con un guiño—para aprovechar el viaje.

Podría decirse que hoy milita exclusivamente en el arte, pese a que no está muy lejos aquella campaña presidencial por el partido de izquierda de la izquierda, Asamblea Popular, en la que compitió con otro ex guerrillero tupamaro: el famoso José Mujica, con quien es crítico, en quien ve sólo a “un personaje. No está a la altura de lo que fue, y él lo sabe”.

—Yo tomaba mi auto y recorría el país cuando estaba en campaña. A veces me acompañaban una o dos personas de mi partido y me detenía donde veía algún grupo de personas, en el campo o en la ciudad, y les hablaba de mi proyecto. Alguna vez me regañaron porque fui solo— recuerda en tono de travesura—. Porque no me puse a pensar que mi vida aún podía estar en peligro.

Olvidarse de que la vida peligra ha de ser un gaje del oficio de guerrillero, o quizá hasta requisito del puesto: Rodríguez Da Silva no le teme a la muerte. “¿Cómo le voy a temer a la muerte? ¡si me estoy gastando la propina!”, dice moviendo la mano como si hiciera sonar monedas: lo peor ha pasado. Que quiere morir en Moscú con nieve dijo el nacido en Durazno, parafraseando a César Vallejo, en alguna entrevista de YouTube.

Aunque no cree en la maldición que “persigue” a Macbeth, es capaz de decir que cree en los fantasmas: “¡porque los he visto!”, nos cuenta mientras lo miramos agnósticos. “Hice el descubrimiento en una foto que tomaron mis hijas, donde una carita extraña se asomaba. Nunca supimos de quién era”, continúa, mientras yo repaso en silencio las primeras palabras del Manifiesto del Partido Comunista.

Con 74 años, cuatro mujeres en su historia, –“voy por la quinta”, presume coqueto alzando ligeramente su copa ante los camaradas— y siete hijos –una de ellos llamada Dulcinea–, este Quijote lo piensa dos veces antes de comer algo con demasiada sal. Por eso me regala las papas fritas que acompañan su ciabatta de roast beef. No lo visita en ese instante el recuerdo de un detalle que lo hizo feliz cuando, gracias a la amnistía, dejó de comer guisados grasosos y polenta y más polenta; técnicamente, harina hervida.

—Lo primero que comí al salir de Libertad fue milanesas con papas fritas, un plato muy popular en Río de la Plata, pero que en todo el tiempo que estuve en prisión nunca tuve oportunidad de comer— me comentó días después en una conversación por Whatsapp. Sí, usa Whatsapp y Facebook con la expertise de quien se debe a su público.

Los diez años que pasó en Libertad fueron su segundo periodo como preso político. Ya en 1972 había sido llevado al mismo penal, donde permaneció sólo por un año. Al salir e intentar continuar con su actividad política en el Chile de 1973, el golpe pinochetista lo lleva junto con otros 54 uruguayos, y otros miles, a vivir el terror de la concentración en Estadio Nacional.

—En algún momento se cambió la jefatura del Estadio, y quedó a cargo un Mayor, el Mayor Lavanderos, quien fue el que firmó nuestra libertad, en una mesita que había con sólo los papeles que íbamos firmando.

Se refiere a Mario Lavanderos Lataste, asesinado por el coronel David Reyes Farías bajo la orden de la dictadura chilena por entregar —en un gesto cuya razón aún no se esclarece—, a los uruguayos y a trece bolivianos al embajador de Suecia, Harald Edelstam, “El Clavel Negro”, considerado por muchos un héroe por salvar la vida de al menos dos mil latinoamericanos perseguidos por Pinochet.

—El embajador vino al estadio en un operativo de observación, pero no se esperaba lo que iba a encontrar. En ese momento a mí se me ocurre decirle a un compañero mío, que era muy rápido, que tratara de decirle al oído al embajador nuestros nombres de guerra. Entonces, cuando él se contactó con nuestros compañeros que estaban fuera, estos le pidieron que hiciera todo lo posible por impedir que nos fusilaran.

Edelstam, quien más tarde se convertiría en persona non grata para el gobierno chileno, logró sacar a los extranjeros del país y se los llevó a Suecia, como refugiados. Pero la vida política de Rodríguez Da Silva debía continuar, así que organiza el MLN-T en Europa y los trabajos para la Junta de Coordinación Revolucionaria (JCR). Tras ello, “el compromiso moral” lo hace pensar en volver. “Tengo que volver a Uruguay” le advierte a uno de sus compañeros en Suecia, antes de volar.

Entonces, cae de nuevo, hace 42 años ya:

En el día 25 de mayo de 1975, se copó la zona de Bajo Valencia en la calle Continuación Burdeos, tratando de capturar elementos sediciosos. Al detectarse en el lugar de los hechos a los participantes de dicha reunión en donde se produce un enfrentamiento resultando capturados los sediciosos Raúl Rodríguez Da Silva (a) “Juan”, requerido Nº 692 […]”, dice el informe militar del Grupo de Artillería Nº 1, “Detenidos en procedimiento en Burdeos. Tupamaros muertos y detenidos”, caja 5001/64, carpeta 3 del Archivo de la Dirección Nacional de Inteligencia e Información de Uruguay.

Pero es el comunicado extraído del diario “El País” en poder de la Oficina de Prensa de las Fuerzas Conjuntas, el que pinta el hecho con mayor dureza y triunfalismo:

Destruyen intento de reorganizar sedición: 3 facciosos muertos. Capturan veinte cabecillas y descubren arsenal: Había potentes granadas argentinas. Cayó la camarilla de la sedición que venía operando en Montevideo con vistas a reorganizar el aplastado movimiento terrorista. También fueron arrestados todos sus secuaces, en una seguidilla de golpes a los antisociales que desbarataron todos sus esfuerzos de meses. Los seguimientos previos fueron realizados a la perfección, sin que ninguno de los veinte capturados lo notara. Hubo dos combates, con un saldo de 3 muertos. Los terroristas lanzaron granadas de fabricación argentina. En cincuenta y cinco operativos y dos combates, las Fuerzas Conjuntas lograron desbaratar la dirección de la sedición instalada en Montevideo como comienzo de reorganización de las actividades terroristas. […]«.

—Desde el momento en que pisas Libertad comienza la despersonalización: te ponen el mameluco y te asignan un número, con el que intentan convencerte de que no eres nadie. Pero a mí nunca me quebraron, porque yo sabía que iba a salir o que el pueblo me iba a sacar— dice Rodríguez Da Silva en un auto en movimiento que lo devuelve a su hotel en Puebla, una de las decenas de ciudades que lo ven cada año montar obras, enseñar a dirigir y llevar a Konstantin Stanislavski en la maleta: en su (de ellos) memoria emotiva verdad escénica.

—Pero qué es, maestro, esa verdad escénica— le preguntó alguna vez un alumno de Moscú, donde aún da clases cada año.

—Mira, la verdad escénica es como un pequeño pajarito. Tienes que acercártele con mucho cuidado, con mucha calma y paciencia. Si lo haces mal, simplemente volará y no lograrás una actuación creíble. Sólo estarás imitando emociones, no teniéndolas.

—Maestro, si la verdad escénica es un pajarito, ¡me acaba de cagar la cabeza!

Uno de los camaradas lo nota, cuando Rodríguez Da Silva termina de contar su broma: una jaula con pájaros de ornato cuelga sobre nuestra mesa.

***

“A mí lo que me salvó fue el teatro, porque me ayudaba a concentrarme en el futuro”, contaba a los alumnos que lo siguieron por más de tres horas en aquella conferencia. Les insiste que a lo que más deben poner atención en su vida artística es al conflicto, y que aquello que se actúa, diría Chéjov, es el “subtexto”, no el texto. El conflicto y el subtexto.

No puede ser accidental que sean esos los sustantivos que destaca ante un auditorio que alza sólo un par de manos cuando pregunta “¿alguien sabe qué es la dialéctica?”.

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