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En busca del señor Jenkins: para entender el poder oligarca en Puebla
“Es creencia del propio testador que nadie, con capacidad para trabajar, debe gastar dinero que no haya ganado con su propio esfuerzo… Y que no es su voluntad dejar a sus hijos riquezas y fortuna…”
Por Lado B @ladobemx
17 de noviembre, 2016
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Tomada de Mundo Nuestro

Sergio Mastretta | Mundo Nuestro*
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“Es creencia del propio testador que nadie, con capacidad para trabajar, debe gastar dinero que no haya ganado con su propio esfuerzo… Y que no es su voluntad dejar a sus hijos riquezas y fortuna…”

Eso leyó el Notario 13 de la ciudad de Puebla algún día de noviembre de 1958. La voluntad de William O. Jenkins, quien ganó para sí igual el apelativo de Don Guillermo, el filántropo de los clubes Alfas, que el de gringo pernicioso, explotador de indios en Matamoros, y que llegara a Puebla en 1905 para convertirse, cincuenta años después, en el más acaudalado empresario del capitalismo salvaje que ha identificado al México moderno.

Y con esa lectura dio paso aquel notario al testamento en el que nuestro magnate confirmaba que su fortuna entera pasaría a la Fundación Mary Street Jenkins creada cuatro años antes, la organización de asistencia que hasta el 2014 ha administrado la mayor concentración de dinero lograda en la historia del capitalismo en Puebla, y digo al 2014, dado que no es claro su destino si nos asomamos al pleito que traen sus des-heredados tras la denuncia de uno de ellos, William Jenkins Landa, en el sentido de que su padre y sus hermanos se han llevado los millones del viejo a algún paraíso fiscal en las Bahamas.

Sí, el nieto-hijo de Jenkins, William Jenkins Anstead, Bilito, padre del denunciante, casado ese mismo 1958 en junio y con flores, inciensos y cirios en la catedral metropolitana por el arzobispo de la ciudad de México Miguel Darío Miranda con Elodia Sofía de Landa Irízar, nieta de uno de los derrocados por la revolución, Guillermo de Landa y Escandón, alcalde de la capital y uno de los más ricos del México de Don Porfirio, y en presencia de los apellidos industriales, comunicadores, financieros y cerveceros Sáenz, Azcárraga, Ugarte, Sánchez Navarro, y los poblanos y nada rancios y sí posrevolucionarios Espinosa Iglesias, Alarcón y O´farril; la boda que al final de su vida le daba al viejo magnate norteamericano la aceptación formal en lo que el diario El Universal denominó para identificar a los asistentes como “la aristocracia mexicana”; la boda del hijo-nieto que cincuenta años después de la muerte del testador ha controvertido el testamento y, al parecer, violado abiertamente las leyes que rigen a las instituciones de asistencia privada.

[pull_quote_right]¿Qué retazos son estos en la vida de un hombre al que nadie llamará nunca mexicano, que siempre será el Gringo o Don Guillermo, los dos extremos al que lo arrojará la historia que terminará con su propia tumba y por su gusto en el Panteón Francés?[/pull_quote_right]

 Y ni quien se atreva a averiguar en qué acabará esa tormenta –y el destino de 750 millones de dólares– en Puebla, pues queda claro que aquí los gobiernos todavía conservan los modos irascibles y despóticos del dictador Maximino.

Pero más claro es que la disputa por esos recursos no puede ser vista por las autoridades como un mero asunto de particulares. Este  libro prueba justamente que lo que haya pasado por la cabeza de William Jenkins donador de su fortuna a los pobres del estado de Puebla tenía que ver con esa frase que apuntó en su testamento: nadie debe gastar dinero si no lo ha ganado con su propio esfuerzo.

¿Y qué esfuerzo hizo Jenkins que lo llevó a acumular al menos 80 millones de dólares para ese 1958 en un país todavía reconocido entonces en los discursos de los presidentes como de régimen revolucionario? (Suena increíble, pero López Mateos calificó en un discurso a su gobierno como de “extrema izquierda dentro de la Constitución”, sí, justo el que reprimió con el ejército y echó a la calle a 10 mil ferrocarrileros irredentos en 1959.

Esa interrogante es la que responde Andrew Paxman al salir en búsqueda del Señor Jenkins.

 

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Historia, ¿para qué?, podemos preguntarnos.

Y ya más certeros: dinero, explotación del trabajo de los otros, creación de capital… ¿para qué, al final de la vida de un hombre?

“La riqueza no es lo que vistes –dijo el Gringo Jenkins a Jane, la más testaruda de sus cinco hijas–, es lo que tienes dentro de ti, lo que mantienes en tu cabeza…”

¿Y qué tenía dentro de sí este hombre, con qué retazos armaba su propia historia?

¿Por dónde empezar la lectura de la vida de un hombre que, querámoslo o no, determinó el destino de una sociedad entera?

¿Mirarlo ahí, al final de su vida, en 1962 tal vez, todas las tardes, en la soledad de ese rincón del panteón francés que ha comprado con su dinero, con el Packard estacionado a la orilla de lo que todavía nadie llama la 11 Sur, en una banca construida para él, a los pies de la tumba de su mujer Mary, a la que no acompañó a buen morir quince años antes y a la que le cuenta historias y le llora arrepentido?

en-busca-del-senor-jenkins¿O mirarlo cincuenta años antes, allá por 1915, ya cuando ha ganado con la bonetera Corona su primer millón de dólares en el próspero negocio de los calcetines para tanto muerto que está dejando la revolución, pensar si tendrá sentido ir al pleito en los tribunales para obtener justicia y cobrar la hipoteca de alguna de las plantaciones de caña que una viuda de hacendado quebrado le ha dejado en prenda, o mejor, como ya lo ha probado en esos años de guerra, de plano comprar al juez aunque eso no sea para sus principios una norma moral muy alta, pero sí una cuestión de vida o muerte, como le dirá en algún momento a un amigo?

“De nada sirve recurrir a los tribunales para obtener justicia; tienes que comprarlos.” ¿De cuántos retazos así acumuló su capital Don Guillermo?

¿Mirarlo llegar dando tumbos al cascaron rumboso de Atencingo para recorrer a caballo la plantación cañera que reproduce los campos algodoneros de su natal Tennessee, y escuchar el reporte del administrador de hierro que tiene en el gallego Manuel Pérez, y voltear a otro lado impávido ante la reseña de la última matanza que deja esa guerra agraria que lo perseguirá todo el tiempo en el que él, para la historia nuestra, es el terrateniente más poderoso y brutal del México revolucionario, y pensar para sí que no ha tenido otro camino que estar demasiado cerca de Maximino, pero que si se trata de que se repartan las tierras mejor que repartan la de otro y no las suyas?

¿O mirarlo en la butaca del cine Variedades en 1940 destemplarse a carcajadas con Ahí está el detalle de su amigo Cantinflas, dejando por lo que dura la película los conflictos por el control de la industria cinematográfica de la que será al final de la década el propietario casi absoluto con los implacables y jóvenes y sin escrúpulos Alarcón y Espinosa Iglesias?

¿O mirarlo meditar la respuesta al interrogante que le ha planteado algún amigo frente al tablero de ajedrez en una tarde de 1955 en el balcón que domina la bahía desde su casona en Acapulco –¿Es verdad que el dueño del Banco de Comercio es Espinosa Iglesias?–, y responder después con la misma parsimonia con la que desplaza el  alfil sobre el peón de su enemigo: “Sí, pero yo soy el dueño de Espinosa Iglesias…”?

Son algunos retazos del capitalismo mexicano representado por Guillermo Jenkins: textilero en 1908, agiotista implacable en la revolución, terrateniente y traficante en la cúspide del agrarismo zapatista, magnate de la edad del oro y de la eterna crisis del cine mexicano, propietario mayoritario del segundo banco en el México del desarrollo estabilizador.

¿Qué retazos son estos en la vida de un hombre al que nadie llamará nunca mexicano, que siempre será el Gringo o Don Guillermo, los dos extremos al que lo arrojará la historia que terminará con su propia tumba y por su gusto en el Panteón Francés?

Andrew Paxman logra con esta historia del Gringo Jenkins que de un jalón, porque así se lee esta biografía—repasemos los modos y los usos del poder en la sociedad poblana que brotó de una guerra civil. Porfirio Díaz, Madero, Huerta y la guerra, Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas, Ávila Camacho, Miguel Alemán, Ruiz Cortínez, López Mateos, once presidentes enteros para asimilar, moldear, generar y dominar en ese abigarrado capitalismo mexicano de pistola y jueces en la cintura y en la cartera, regenteado por generales y jefes máximos y licenciados con los que él y decenas de magnates como él trataron y construyeron ese imperativo simbiótico, dice Paxman, esa simbiosis de conveniencia, esa radical alianza entre el Estado y el capital que desde sus gobiernos y sus monopolios –y por la vía de la sujeción del voto, la represión de las huelgas, el asesinato quirúrgico y la manipulación clerical de las conciencias, pavimentaron el camino a la perpetuación de las desigualdades que caracteriza a México.

 

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Porque ahí define Paxman su principal acercamiento a la figura de nuestro gringo viejo Jenkins: no es distinto de los magnates mexicanos de la época, por la manera de hacer negocios, por el uso de prestanombres, por la protección política de presidentes y gobernadores que los acompaña, por los líderes sindicales que tienen en la nómina, por la justicia que sin remordimientos han comprado, por los sicarios cuando son necesarios, por la bendición de los curas y su filantropía con la que encierran su mala conciencia.

Y desde ahí, muy al principio de su narración, el historiador periodista que es Paxman planta su raya contra el hígado, al menos el mío, de los poblanos.

Su objetivo es entender al poderoso como ser humano, no verlo en blanco y negro y desde la óptica de quienes en esta historia han tomado partido. Y a lo largo de toda la narrativa desplegada cronológicamente en las seis décadas mexicanas del magnate que nunca quitó de su pasaporte norteamericano su identificación como “granjero”, aun cuando ya era el propietario mayoritario del Banco de  Comercio, el historiador Paxman desbrozará el denominador común: la gringofobia como un componente de la retórica izquierdista o nacionalista que igual alentaron los carrancistas que los zapatistas y los lombardos toledanos y los pregoneros de los gobiernos priistas y sobre cualquiera de ellos la llamada prensa sensacionalista en búsqueda del que en cada coyuntura tiene que pagarla.

No es un libro, entonces, que arroje a la leña el despojo del gringo depredador que tenemos en la memoria. Es un libro que sí se asoma al horizonte de una figura desde cualquier perspectiva extraordinaria y de la que no es sencillo no caer en sus valores extremos: del hacendado capitalista de la posrevolución que fincó su primer gran capital en la explotación sanguinaria y despótica de la plantación de 90 mil hectáreas que llegó a tener en los valles de Izúcar –23,500 de ellas de riego– al filántropo cuya fundación invertiría entre 1958 y el 2015 más de 150 millones de dólares en obras públicas.

En medio de todo ello está la genialidad de un tipo que logró construir una red de relaciones que le permitieron como empresario sobrevivir una guerra civil y un movimiento de masas usando todas las reglas del juego que encontró en la cancha (de tenis, diría él) mexicana: el soborno y el crimen, pero también la inventiva y la innovación tecnológica (esa frase del Tec de Monterrey nunca la hubiera utilizado), el arrojo y la iniciativa para cambiar el rumbo según la coyuntura, la astucia y el conocimiento de las veleidades del corazón humano, y el trabajo como burro desde las seis de la mañana.

Todo eso se resume al final en una gran capacidad para integrarse a la élite más conservadora de los gobiernos de la revolución mexicana.

Seguir leyendo en Mundo Nuestro.

[quote_box_left]*Este texto fue leído en la presentación de la biografía de William O. Jenkins, del historiador británico Andrew Paxman, el miércoles 16 en Profética. Y se publicó en Mundo Nuestro, sitio digital que dirige Sergio Mastretta.[/quote_box_left]

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