[dropcap type=»1″]Q[/dropcap]uienes están convencidos de que un bombardeo contra Siria –como el que lanzó Francia inmediatamente tras los ataques en París sobre la ciudad de Raqqa- lavan su conciencia repitiéndose una y otra vez que se trata de “ataques quirúrgicos” con “bombas inteligentes” que están golpeando al Estado Islámico.
Esta excusa es conocida, y una y otra vez ha demostrado ser una mentira infame que engaña sólo a quienes gustan de explicaciones fáciles. Ejemplos ilustrativos no faltan.
Primero.- En agosto de 1998 los servicios de inteligencia de los Estados Unidos durante el gobierno de Clinton indicaron que era importante atacar la fábrica de medicamentos de Al Shifa en Sudán puesto que ahí –dijeron- se producían armas químicas para Osama bin Laden. La fábrica fue efectivamente destruida (La Jornada. Ago. 21, 1998) y los peritajes posteriores no encontraron la más mínima evidencia sobre el señalamiento que provocó la destrucción de la que en aquél entonces era la principal planta proveedora de fármacos para Sudán.
Segundo.- En 1999 durante el ataque de la OTAN contra Serbia como respuesta a la crisis de Kosovo, la alianza atlántica bombardeó la embajada china en Belgrado (El País. May. 9, 1999) matando a cuatro personas. “Fue un error de las bombas inteligentes” se dijo en aquél momento para justificar la destrucción que más de uno vio con suspicacia.
Tercero.- En abril de 2003 un tanque de los Estados Unidos disparó contra el Hotel Palestina en Bagdad. (El Mundo. Abr. 8, 2003). En ese hotel se hospedaba la mayoría de los corresponsales internacionales que cubrían la guerra desatada por George W. Bush el 20 de marzo de aquél año –y que continúa hasta nuestros días-. Un camarógrafo español –José Couso- perdió la vida al igual que un periodista polaco. ¿La razón del ataque? “Neutralizar –dijeron- a un francotirador que arrojaba granadas desde el edificio”. Nadie -salvo el criminal que disparó desde el tanque y el que le ordeno que lo hiciera- vio al “francotirador” referido ni las “explosiones” de granadas que sirvieron como excusa.
Pero no son los únicos, hay más, muchos más. Recientemente, en agosto del 2014, leímos el siguiente titular: “Indignación por tercer ataque [énfasis nuestro] de Israel a una escuela de la ONU en Gaza” (BBC Mundo. Ago. 4, 2014). Los balbuceos para justificar semejante atrocidad no faltaron de parte de los responsables. Pero aquél bombardeo contra una escuela –el tercero hay que insistir- formó parte de una larga cadena que se antoja infinita. Hace apenas algunas semanas se reportó un nuevo episodio cuando los Estados Unidos atacaron un hospital de Médicos Sin Fronteras en Kunduz, Afganistán. “Errores humanos, causa de bombardeo en hospital de Kunduz” (El Universal. Nov. 25, 2015) repitió la prensa la explicación de los culpables.
Es así como dicen atacar instalaciones de armas químicas y al hacerlo condenan a la muerte a los miles que dependían de los medicamentos que ahí se producían; dicen atacar “objetivos militares” y como resultado matan diplomáticos en las embajadas, periodistas en los hoteles, niños en las escuelas y médicos en los hospitales.
¿Se trata de “fallas en la tecnología”, de “errores humanos” y de malos “servicios de inteligencia”? ¿o se trata de mensajes velados, castigos, venganzas, perfidia y crueldad? Tal vez todas las explicaciones –y sus combinaciones- sean acreditables: después de todo, ignorancia, maldad y arrogancia hacen a las guerras lo que son: juegos macabros en los que, según ha demostrado año con año la institución más reconocida del mundo en la materia –el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI)-, el 90% de las víctimas son civiles (SIPRI Yearbook 2013).
¿Deleznable? sí pero no puede ser de otro modo en situaciones de conflicto armado en los que la meta es, esencialmente, matar, destruir.
Es la guerra.
Así es y así ha sido siempre, y así está siendo también en Siria. No nos engañemos con que el ataque de Francia –y ahora con el aval del Consejo de Seguridad- tendrá como objetivos únicos a los integrantes el Estado Islámico: no será así, no es así, nunca ha sido así. Y no hay ninguna razón para suponer que esta será la excepción.
El 20 de noviembre el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó por unanimidad la Resolución 2249 (S/RES/2249). Los términos de su contenido no dejan lugar a dudas en cuanto a los alcances, licencias y puntos de preocupación. Publicó el Centro de Información de las Naciones Unidas:
“El Consejo de Seguridad determinó hoy que el Estado Islámico en Irak y Levante/Sham (ISIL/ISIS) constituía una amenaza “sin precedente” a la paz y la seguridad internacionales, e hizo un llamado a los Estados Miembro a que emprendan aquello que esté en su capacidad “por todos los medios necesarios” para prevenir y eliminar sus actos terroristas en los territorios bajo su control en Siria e Irak.”
Tomando en consideración que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) está integrada por 193 estados, el llamado Estado Islámico (ISIS) consiguió algo que en principio parecía imposible de cara a la crisis que martiriza Siria desde hace cinco años: poner al mundo en su contra.
¿Es esta la “Tercera Guerra Mundial” como se repite de forma incesante y alarmista en los medios de comunicación? Hay que tener cuidado, pues el discurso sobre la “Tercera Guerra Mundial” no es nuevo y, siguiendo inercias y patrones de conflicto característicos de la guerra fría, se encuentra instalado en la mente popular como sinónimo de “Guerra Nuclear”, particularmente, entre el país heredero de la Unión Soviética –Rusia- y Estados Unidos. En estos términos, la Resolución 2249 del Consejo de Seguridad hace exactamente lo contrario a lo que sugieren la inercia ignorante y la paranoia mediática: coloca del mismo lado a los Estados Unidos y Rusia, junto con China, Francia, Inglaterra y el resto de los integrantes de la ONU -188 países- contra un mismo objetivo, ISIS.
O al menos esa es la lectura inicial.
Pero las cosas no son tan simples.
El consenso que anunciaba la Resolución 2249 era más bien cosmético. Si el 20 de noviembre el mundo entero era aliado contra el Estado Islámico, cuatro días después la realidad se impuso tras el derribo de un avión de combate ruso por fuerzas turcas. El episodio no fue sino una ilustración de lo volátil de la política internacional en una zona tan explosiva como el Medio Oriente y funciona como hilo de Ariadna para comprender los claroscuros –que anuncian todo menos acuerdo- de la crisis cuyo ángulo más álgido se encuentra en Siria.
[pull_quote_right]¿Se trata de “fallas en la tecnología”, de “errores humanos” y de malos “servicios de inteligencia”? ¿o se trata de mensajes velados, castigos, venganzas, perfidia y crueldad? Tal vez todas las explicaciones –y sus combinaciones- sean acreditables:[/pull_quote_right]
Hace algo más de dos años Estados Unidos estaba obsesionado –y lo seguía hasta hace muy poco- con derrocar a Bashar al Assad. Un ataque con armas químicas –atribuido a régimen de Assad- definió el límite de lo tolerable por la pasividad y la indolencia internacional (el ataque de hecho dio origen a la expresión “cruzar la línea roja” que en esencia significaba que no importaba la carnicería que ya estaba ocurriendo siempre que no se utilizaran armas químicas).
Cierto, Assad era enemigo no sólo de Estados Unidos y de los rebeldes que apoyaban para derrocarlo, pero también lo era del Frente Al Nusra, grupo extremista en Siria que Al Qaeda reconoció en 2013 como uno de sus brazos. Así la causa contra Assad y su satrapía ponía del mismo lado –aunque por diferentes motivos- a los Estados Unidos, al Ejército Libre Sirio – entre otros tantos grupos- y brazo local de Al Qaeda -al menos hasta 2014- el Frente Al-Nusra.
Un observador en el del conflicto describió la escena en los siguientes términos:
“Por si fuera poco, no queda claro cómo Washington va a apoyar a los rebeldes. Éstos se encuentran divididos en facciones, algunas enfrentadas entre sí. De hecho, una intervención militar de Occidente puede crear una situación paradójica: que dos enemigos –Estados Unidos y Al Qaeda, que tiene en el terreno organizaciones supeditadas a ella- se encuentren en el mismo bando luchando hombro a hombro contra un rival común: el régimen de Assad.” (Grecko, Témoris. Proceso. No. 1922. Sept. 3, 2013)
La imagen dibujada por el reportero era correcta, y rescataba matices que hoy se han perdido en la vorágine de los medios. ¿Por ejemplo? El hecho de que los grupos en disputa no son monolíticos, impermeables y homogéneos; el hecho de que existían entonces –como existen actualmente- muchos sectores sin filiación clara o fija que un día luchan en una dirección y al día siguiente cambian.
Dos años después de que el periodista diera cuenta de ese riesgo, los servicios de inteligencia de los Estados Unidos detectaron –y reportaron al congreso por medios oficiales (es decir, sabían lo que ocurría) exactamente la predicción del corresponsal: que los rebeldes que Washington estaba financiando, entrenando y armando en Siria para derrocar a Assad terminaban en las filas del Frente Al-Nusra, es decir. En otras palabras: que en su esfuerzo por derrocar a Assad, Estados Unidos entrenaba, equipaba y capacitaba extremistas islámicos en Siria. (Ver Armed Conflict in Syria: Overview and U.S. Response. Congressional Research Service. Oct. 9, 2015.)
Pero por supuesto esto no sería algo nuevo. (¿O que Hamás no fue en sus inicios un grupo creado artificialmente por Estados Unidos e Israel como un grupo extremista para enfrentar y radicalizar por vía de la violencia a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) dirigida por Yasser Arafat y así debilitar a los grupos moderados que buscaban un arreglo no violento para resolver el problema de la invasión israelí en los territorios ocupados?)
Hablar de la historia reciente de los esfuerzos estadounidenses en Siria –armando, financiando y equipando facciones- recuerda y repite la historia familiar de lo que hoy se conoce como el Estado Islámico: en 1979 –con motivo de la invasión soviética a Afganistán- Washington azuzó el movimiento mujahidín en el que Osama bin Laden fue entrenado, y que posteriormente, a finales de la década de los noventa, sería conocido como el movimiento Talibán que se hizo del poder en Afganistán en 1996, y en donde Al Qaeda encontraría santuario y residencia hasta el 2001.
¿Y ISIS? El actual Estado Islámico es esta línea histórica sería, en esencia, la edición degradada y brutalizada más reciente del mismo extremismo que desde hace cuarenta años alimentan por intereses particulares y mezquinos los Estados Unidos y sus aliados en la región.
Robert Fisk de The Independent –a saber, el mejor corresponsal occidental en Medio Oriente– escribió que hasta antes del atentado en París, “…la única fuerza militar regular en combate constante con el ISIS era el ejército sirio…” (La Jornada. Nov. 17, 2015).
Los Assad llegaron al poder mediante el Partido Baath, que es, en esencia, la versión árabe de los partidos socialistas occidentales. Tomando en consideración el desdén que profesan los diferentes tipos de socialismo por la religión como sistema de pensamiento –sea el cristianismo en el mundo occidental o el islam en Medio Oriente- la confrontación en el plano ideológico del régimen de Assad con el fanatismo religioso –véase el caso de ISIS- era previsible.
Pero el problema es que el ejército sirio de Assad no se limitaba a perseguir a ISIS. Siria es literalmente –y con mayor razón desde hace cinco años- un infierno sobre la tierra. Los Assad –en el poder desde hace 44 años- se han mantenido ahí a sangre y fuego. Primero el padre –presidente por casi treinta años- y luego el hijo -en el poder desde hace quince- han operado todo tipo de atrocidades al amparo de la protección rusa.
Pero vale la pena recordarlo: el terrorismo de estado, venga de donde venga, también es terrorismo.
En este sentido y desde este ángulo, la historia de Siria no es muy diferente a la de otras satrapías y gobiernos cliente en otros puntos del globo en su relación con las grandes potencias y sus padrinazgos. Una configuración similar ya se había experimentado en Irak entre Saddam Hussein –también en el poder como líder máximo del Partido Baath- con Osama bin Laden: ambos eran enemigos a muerte tal y como lo son Assad y ISIS, y probablemente, por las misas razones. Pero hay una diferencia: Hussein operaba con el apoyo de los Estados Unidos –particularmente desde la caída del Sha en 1979- al ser útil como muro de contención contra el régimen de los ayatolás en Irán. ¿Que no tiene sentido tomando en consideración que Hussein era líder del Baath en Irak?
Lo tiene, después de todo, sea en Siria o en Arabia Saudita, el poder, la ambición, la perfidia y la traición siguen sus propias lógicas.
Assad era el enemigo que “unía” en la misma causa –aunque cada uno por motivos diferentes- a Estados Unidos y al Estado Islámico, y era también el actor que confrontaba a los dos –nuevamente por motivos diferentes- con su principal respaldo política, militar y diplomático, Rusia. Veamos.
¿Qué interés tenía Rusia en apoyar a Assad y en destruir –con Assad como aliado- a ISIS? Respecto a lo primero el objetivo general era contener la avanzada de la Organización del Atlántico Norte (OTAN) a su área de influencia en el Medio Oriente; respecto a lo segunda pregunta la respuesta es más concreta: Rusia sabe lo que es combatir guerrillas musulmanas (y ahí están las dos guerras chechenas –la primera perdida por Yeltsin, y la segunda ganada por Putin) en el área del Cáucaso ruso; sabe –sin perdonar las atrocidades propias- de lo que son capaces personajes como Shamil Basayev (ahora difunto responsable de la masacre en la escuela de Beslán en 2004 cuyo saldo fue de cerca de 400 niños asesinados, el más pequeño de 20 meses de edad); y saben de la internacionalización que estos movimientos y sus simpatizantes pueden lograr: combatientes islámicos radicales –como el propio Basayev- fueron vistos por igual en la guerra civil de la ex Yugoslavia que en la región de Daguestán al sur de Rusia en diferentes momentos. Sabiendo los costos, Rusia prefiere combatir al extremismo en Siria que hacerlo otra vez en su territorio.
¿Es entonces el Estado Islámico el enemigo a vencer? Sí, sin duda, pero no vienen solos.
Mucho se ha escrito de las fuentes de financiamiento de ISIS –que en principio no parecen muy diferentes a las que tiene cualquier grupo de la delincuencia organizada –pe. secuestros, extorsión, venta de mercancía robada, mercado negro, explotación sexual, etc.- excepto por un punto: el financiamiento saudita.
Arabia Saudita y su gobierno -la casa de Saud con sus más de 2,000 príncipes- profesa el sunnismo wahabita. De manera oficial, las autoridades sauditas reconocen y practican los usos y costumbres de esta visión del Islam, entre los que se encuentran las decapitaciones, la destrucción del patrimonio de la humanidad, las amputaciones de manos y pies, las flagelaciones públicas y las lapidaciones de mujeres. Pero no están solos en su idea de que esta visión torcida del Islam es válida en pleno siglo XXI como código de orden social, en eso los acompañan grupos como Al Qaeda, el Frente Al-Nusra, los talibán y por supuesto, ISIS.
El mismo día en que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó la resolución 2249, El New York Times publicó un editorial titulado “Saudi Arabia, an ISIS that has made it” (Daud, Kamel, The New York Times. Nov. 20, 2015) en el que plateaba un punto muy básico: Arabia Saudita es la encarnación del Estado Islámico con el que tanto ha soñado ISIS.
El autor del editorial concluye correctamente que la ideología del régimen saudita e ISIS no es diferente, sin embargo, olvida convenientemente mencionar que la principal razón por la que se mantiene el régimen saudita con todas sus atrocidades y su financiamiento al Estado Islámico es el apoyo estadounidense. Y es que Arabia Saudita no sólo es el principal comprador de armamento de los Estados Unidos –como consigna el “Arms Sales Monitoring Project” de la Federation of American Scientist (www.fas.org)- sino también su principal aliado árabe, condición que le permiten a Riad licencias impensables en otras latitudes.
“While the Saudi government may not be directly supporting terrorist groups, it has not been very cooperative in arresting wanted terrorist.” escribió en su “Country Profile: Saudi Arabia” el Proyecto de Monitoreo de Ventas de Armas de la Federation of American Scientists. Los especialistas del FAS escribieron esto después del 11 de septiembre de 2001, dato que no puede ser menospreciado tomando en consideración la ahora bien conocida conexión saudita con los atentados en Washington y Nueva York en 2001 (entre otros, el hecho de que 15 de los 19 secuestradores de los aviones eran de origen saudí).
Pero, como ya decíamos, el poder y la ambición siguen su propia lógica: “US State Department approves Saudi Arabia arms sale: The US State Department has approved the sale of 1.29 billion worth of bombs to Saudi Arabia, as its military carries out air strikes in neighbbouring Yemen” (BBC. Nov. 16, 2015).
Y es que la Casa de Saud se ha mantenido en el poder así: comprando cantidades demenciales de armamento a Estados Unidos para defenderse de su propio pueblo y controlar a sus vecinos, a cambio de manejar la economía del país como si fueran sus finanzas personales y cediendo en su totalidad el control petrolero a su principal proveedor, aliado y mecenas militar. Esta información conduce de forma natural a la idea peregrina de que una forma de bloquear la capacidad de acción del Estado Islámico sería evitando el financiamiento saudita, mismo que es posible gracias a la protección, tolerancia, anuencia, complicidad -o como quiera llamársele- que tiene en materia de terrorismo Washington con Riad:
He ahí la falsedad del discurso anti-terrorista.
He ahí el verdadero eje del mal.
Mucho más podría decirse. En el nivel geopolítico faltaría integrar al esquema los intereses y acciones de países como China e Israel; en el nivel de tierra falta destacar el papel que está jugando la gran diversidad de grupos que no están claramente inscritos en cualquier de los cuatro grandes bloques distinguibles: el gobierno de Bashar al Assad, los rebeldes que desde hace cinco años están tratando de derrocarlo, ISIS –en combate con los dos anteriores- y la población siria que no hace más que vivir, huir o morir bajo la sombra de los combates. Queda también pendiente el abordaje de disputas ancestrales por razones de ideología y religión con impactos locales, regionales y globales.
[pull_quote_left]Assad era el enemigo que “unía” en la misma causa –aunque cada uno por motivos diferentes- a Estados Unidos y al Estado Islámico, y era también el actor que confrontaba a los dos –nuevamente por motivos diferentes- con su principal respaldo política, militar y diplomático, Rusia.[/pull_quote_left]
Y por supuesto están también en el tintero las propuestas de solución a todo lo anterior. ¿Un misión de paz de Naciones Unidas entraría en el esquema? Sin duda, pero no como respuesta aislada. Después de todo la violencia tal y como se vive hoy en Siria y en el Medio Oriente en general, en Europa –Francia en particular- y en África –no hay que olvidar la “lealtad” que profesó Boko Haram (el grupo que secuestró a más de 200 niñas en Chibok, Nigeria el año pasado) a ISIS- no sólo es pasmosa sino creciente.
Los hechos en París y la subsecuente posición de Francia en 2015 han conseguido el respaldo alegre del frente Al-Nusra e ISIS del mismo modo en que la bravuconería militarista de George W. Bush encontró en Osama bin Laden y Al Qaeda a sus mejores aliados en 2001.
Lo que tenemos hoy como resultado del primer corte de caja es el sombrío éxito de los militaristas y asesinos –pertenezcan a fuerzas armadas regulares o irregulares- quienes bailan sobre la derrota de los moderados de todas las naciones y religiones.
¿ISIS contra el mundo? No, hoy parece que el mundo está de su lado.
¿A dónde vamos? Nadie lo sabe. El origen de las guerras es rastreable y entendible, no así sus finales que son siempre insondables e inciertos: en mayo del 2003 –es decir, apenas 6 semanas después de iniciada la guerra en marzo de 2003- George W. Bush declaró desde la cubierta del portaaviones USS Abraham Lincoln “el fin de los combates en Irak” (El País. May. 3, 2003), y luego Barack Obama hizo lo mismo siete años después: “Obama pone fin a la guerra de Irak” (El País. Ago. 2010). (¿Cuántas veces hay que decirlo para que se haga realidad?)
Y miren dónde estamos cinco años más tarde.
A Irak habría que sumar Afganistán, México –país según la diplomacia internacional está en paz, pero que en realidad está en guerra- y ahora Siria. Tal vez no está de más decirlo: nadie sabe cuándo ni cómo terminan guerras, nadie.
Regímenes como el Saudita y el Sirio tampoco envían buenos mensajes pues demuestran, en el primer caso, que es posible tener un gobierno monstruoso -retrógrado, corrupto y fanático- con el respaldo de Estados Unidos; y en el caso del segundo porque hace lo propio mostrando que se puede bañar en sangre a millones y por años en total impunidad si se cuenta con el amparo de Rusia.
La historia reciente permite suponer que esta nueva guerra contra el terrorismo no es sino la continuación de la anterior, guerra que nunca terminó.
La Resolución 2249 del Consejo de Seguridad consignó también los antecedentes que le dieron sustento: los ataques el 26 de junio en Sousse (Túnez), el del 10 de octubre en Ankara (Turquía), el del 31 de octubre en la península del Sinaí (Egipto, derribo de un avión ruso matando a 224 personas) y el del 12 de noviembre en Beirut (Líbano), pero a nadie importaron –ni entones, ni ahora- más allá de los afectados. Pero un día París fue atacado y el mundo se desquició.
Un hecho es claro: legal o ilegal y más allá de perpetradores y destinatarios, venga de grupos o estados, la violencia degrada y brutaliza.
En ese sendero estamos.
fernando.montiel.t@gmail.com