Lado B
El Gabo que no ganó el Nobel de Literatura
El hombre que abrió decenas de cartas que no eran para él
Por Lado B @ladobemx
25 de abril, 2014
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Contrario a lo que se dice, Gabriel García Márquez no nació en Aracataca, sino en un pueblo de México. No ganó el Premio Nobel de Literatura pero sí concluyó la carrera o licenciatura en Derecho. Conozca al Gabo fotógrafo, periodista y director de un diario en el sur de México.

 

Kristian Antonio Cerino*

@KristianCerino

Abrió una carta. Abrió dos. Abrió todas. Gabriel García Márquez recibió correspondencia de Argentina, de Colombia, de Costa Rica. Era el principio de la década de los ochentas.

Entre los sobres encontró dinero, invitaciones, boletos de avión. Así pasó entre días, meses, años en su oficina de la ciudad de México. Carta con su nombre, carta que abría. Más no eran para él.

Gabo nació el 10 de noviembre de 1952. El lector dirá que estoy equivocado en la fecha y más si escribo unas cuantas líneas en las que diré que no nació en Aracataca, Colombia, como se lee en las biografías. Gabriel García Márquez es de Francisco Z. Mena, el municipio mexicano en el estado de Puebla, en las colindancias con Veracruz.

Aquí vivió muchos años. Y no vivió entre relatos mágicos. Y no vivió con un Macondo metido en su mente. En Francisco Z. Mena, una población hoy con 16 mil habitantes, permaneció hasta la adolescencia para después emigrar a la preparatoria en la que empezó a leer Cien años de Soledad.

Tenía 17 años cuando la obra cumbre del escritor colombiano se publicaba en Buenos Aires.

En 1968, un año posterior a la publicación de Cien años de soledad, Gabriel García Márquez estudiaba la preparatoria en la ciudad de México. Dicen que lo primero que hace el escritor a la circulación de su novela, es no volver a leerla.

Este Gabo leyó una y otra vez:

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

A Cien años de soledad le siguió Crónica de una muerte anunciada y El coronel no tiene quien le escriba. De nuevo, pasó sus ojos una y otra vez por los párrafos de estas novelas:

“El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata  / El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros”.

—He leído el noventa por ciento —dice con sobriedad.

Podríamos decir que a Gabriel García Márquez le gustó la idea de que su nombre y apellidos se leyeran en la portada de un libro y que los estudiantes lo compraran en las librerías o en cualquier rincón. Sintió emoción.

En la preparatoria La Salle conoció a Aureliano Buendía y a Úrsula Iguarán. Le conocieron también por su nombre: Gabriel García Márquez, el escritor.

En la Universidad Iberoamericana su nombre era el más citado. Si en la preparatoria se había afianzado a la lectura, en la carrera profesional de Derecho descubrió una inclinación por la fotografía, la literatura y la poesía. Gabo empezó a tener amigos y lectores.

Sin embargo, es curioso que sólo acumule diez años en el periodismo de 2003 a 2013.

Ahora que lo veo, Gabriel García Márquez no aparenta 86 años. Él me corrige: Tengo 61. Siempre ha vivido en ciudades de México: en Xalapa y Coatzacoalcos (Veracruz) y en Villahermosa (Tabasco).

Lo mejor es que pasa inadvertido. Nadie le reconoce, a menos que diga: Me llamo Gabriel García Márquez. Gabo.

Desde luego que este Gabriel García Márquez es el otro Gabriel García Márquez. Es un mexicano a quien sus padres decidieron bautizarlo con el nombre de Gabriel. Le pregunto si esta osadía familiar tendrá algún significado: Primero un honor, porque es un escritor al que nadie lo puede igualar, y (hoy) es una carga.

Llamarse Gabriel García Márquez sí tiene precio.  Lo pagó caro el día en que publicó su primer libro y lo firmó con su nombre de pila. Por la aparición de su nombre, el libro se agotó. Generó bulla en el mercado editorial que el lector al encontrar un estilo diferente al realismo mágico, se decepcionó

—Fue un exceso (firmar así) pero fue la exigencia de la editorial (independiente) para publicarme —reconoce en un intento por evocar  el episodio con la editorial Edamex allá por 1990.

El otro Gabo. Foto: Aguila o Sol

El otro Gabo. Foto: Aguila o Sol

Desde entonces escribe cuentos, novelas y poemas. Y ya no firma como Gabriel García Márquez, sino con el  pseudónimo de Gabriel Gamar. Una de sus novelas se llama Corazón de metal (la que rubricó con el nombre de Gabriel García Márquez) y un poemario lleva por título Relojes llenos de tiempo.

Ha escrito el cuento breve “Tal vez del fondo del mar” y “Quiero decirte que te amo “con la editorial Panorama:

“Sus poemas han sido incluidos en varias antologías de Roger Patrón Luján en la serie del Regalo Excepcional y tiene sin publicar la novela El Lugar Común; los libros de poemas Archivo de Sueños, Llorando a Solas y Las Praderas del Insomnio”, se lee en el blog (gabrielgamar.com) del periodista que vive Coatzacoalcos en donde dirige el diario El Liberal del Sur.

Para cuando Gabo (el auténtico) ganó el premio Nobel de Literatura, la vida del otro Gabo dio un giro. Corría el segundo año de la década de los ochentas. Y justo aquí su vida cambió comenzando por la oficina que había montado en la capital del país. Al conocerse la noticia de que Gabo era el Nobel, ciudadanos, escritores, empresarios y políticos buscaron una agenda telefónica con el fin de saber el paradero del colombiano que ya vivía en la ciudad de México: al sur.

En la sección amarilla no sólo hallaron el número (y marcaron) sino que copiaron la dirección postal para enviar las cartas y telegramas con muchas palabras que decían: “Eres grande” “Eres el Nobel” o “Felicidades, Gabriel”.

La primera carta que llegó a nombre de Gabriel García Márquez fue abierta en la oficina del otro Gabriel.

El conmutador enloqueció con el rinnnnng y el silbato del cartero se prolongó en Insurgentes Sur, 686. Esta dinámica de recibir cartas para el Nobel se mantuvo por un lustro. Y un día, decidió ver al Gabo colombiano para entregárselas en la casa que habita con su esposa Mercedes Barcha

—¿De qué platicaron?

—De lo simpático, de la coincidencia de los nombres.

—¿Le llevó las cartas?

—Un paquete de cartas que eran dirigidas para él.

—¿De algún personaje importante?

—De un (ex) presidente costarricense, (para que García Márquez fuera) un intermediario en la cuestión de derechos humanos.

Las cartas que abrió en su totalidad fueron enviadas de Centro y Sudamérica. Otras llegaron a la capital mexicana con timbres postales del viejo continente, mismas que entregó al colombiano algunos años luego de su premiación en Suecia.

Hubo un día en que el Gabo mexicano esperaba un pago (como le sucedió al anciano en  El coronel no tiene quien le escriba). El cheque no llegó. Ante su molestia, los carteros le informaron que ya le habían entregado el sobre. Era la primera ocasión que el sobre no era para el colombiano, y pese a todo lo recibió porque en el destinatario decía con claridad: Para Gabriel García Márquez.

El médico recibió la correspondencia con el paquete de los periódicos. Puso a un lado los boletines de propaganda científica. Luego leyó superficialmente las cartas personales. Mientras tanto, el administrador distribuyó el correo entre los destinatarios presentes. El coronel observó la casilla que le correspondía en alfabeto. Una carta aérea de bordes azules aumentó la tensión de sus nervios.

El médico rompió los sellos de los periódicos. Se informó de las noticias destacadas, mientras el coronel -fija la vista en su casilla- esperaba que el administrador se detuviera frente a ella. Pero no lo hizo. El médico interrumpió la lectura de los periódicos. Miró al coronel. Después miró al administrador sentado frente a los instrumentos del telégrafo y después otra vez al coronel

—Nos vamos —dijo.

El administrador no levantó la cabeza

—Nada para el coronel —dijo.

El coronel se sintió avergonzado

—No esperaba nada —mintió. Volvió hacia el médico una mirada enteramente infantil—. Yo no tengo quien me escriba

El Gabo mexicano no pensó en esto. Sólo en ir a la casa del Gabo colombiano para solicitar la devolución del dinero en papel: una secretaria del Nobel hizo la entrega.

—¿Y de cuánto era el pago?

—Mil dólares. Era poco para ser de él

Gabriel Gamar pudo ir a recoger premios a Colombia, a Venezuela. No lo hizo por una razón: nadie en estos países creerían que él era el autor de El otoño del patriarca. Y sin embargo, conoce más que él la obra del colombiano a quien no ha dejado de leer:

—Lo único que no he leído son sus textos del El Espectador. Los libros gruesos —dice secamente.

El mexicano tiene tres hijos. El colombiano dos. Los del autor de Corazón de metal se llaman Ana Marcella, Ana Jimena y Gabriel García Hernández. Los del autor de Memorias de mis putas tristes fueron bautizados como Rodrigo y Gonzalo García Barcha.

—Yo sí le digo Gabo a mi hijo Gabriel—.

Es biólogo y vive en Xalapa, Veracruz

En la página de gabrielgamar.com.mx una de sus hijas le escribió: Papá, me gustó tu página, leer algunos de tus poemas me hacen llorar y creo que eso es lo que hace al artista, la capacidad de trasmitir emociones, estoy orgullosa de ti.

Esto lo dice por sus creaciones y por sus imágenes con las que ha ganado concursos.

Al Gabo canoso y de la voz parca de Francisco Z. Mena como al colombiano de Aracataca, les gusta la idea de caminar por el mundo en busca de una historia que contar.

***

Este es el García Márquez mexicano, el que sí concluyó la licenciatura en Derecho. El otro, el colombiano, no. Así lo recuerda en su libro anecdótico Vivir para Contarla, capítulo 1.

—Tu papá  está muy triste —dijo.

—¿Y eso por qué?

—Porque dejaste los estudios

—No los dejé —le dije—. Sólo cambié de carrera.

A sabiendas de que era falso, le dije:

—También él dejó de estudiar para tocar el violín

—No fue igual —replicó ella con su gran vivacidad—.

El violín lo tocaba sólo en fiestas y serenatas. Si dejó sus estudios fue porque no tenía ni con qué comer. Pero en menos de un mes aprendió telegrafía, que entonces era una profesión muy buena, sobre todo en Aracataca.

—Yo también vivo de escribir en los periódicos —le dije.

—Eso lo dices para no mortificarme —dijo ella—. Pero la mala situación se te nota de lejos. Cómo será, que cuando te vi en la librería no te reconocí / Yo pensé que eras un limosnero. —Me miró las sandalias gastadas y agregó—: Y sin medias.Lado B. Periodismo 3.0

*Kristian Antonio Cerino es periodista y profesor de periodismo en Tabasco. Forma parte del grupo fundador de Aguila o Sol. Este texto fue publicado originalmente en dicho portal y se reproduce con su autorización.

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Autor Lado B
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