En Tenancingo, Tlaxcala, municipio considerado ‘semillero de padrotes’, sobrevive el último gran padrote de la Vieja Escuela: “El Caimán”, un proxeneta con uno de los métodos más sanguinarios para deshacerse de las mujeres que ya no sirven a su negocio sexual.
El rechinido de llantas y la calcomanía de un cocodrilo pegado en el parabrisas anuncia que ese taxi de ventanillas polarizadas, estacionado frente la sede nacional del PRI, está ahí por las muchachas y no para buscar pasaje. Siempre llega a las 7 de la mañana a recolectar el dinero de la jornada, pero si arriba antes del amanecer — como esta madrugada – es el presagio de una mala noticia.
Su presencia alerta a las 12 jóvenes que reconocen ese taxi de la muerte y se preguntan quién es la desafortunada por la que ha llegado. Sólo Diana sabe que en una hora el conductor se llevará del corredor sexual de Buenavista a Andrea, una joven poblana de 23 años, hacia la casa de su proxeneta para que le explique personalmente por qué lleva dos semanas sin juntar la cuota de 5 mil pesos por noche.
“¿Te mandan a platicar o a coger? Súbete, te mandó a llamar mi patrón”, ordena el taxista a la joven. “Estoy trabajando, Memo, entiende que está difícil. Cada vez traen a más chavitas y me ganan los clientes”, responde ella, pero el conductor no va a negociar. Una mirada amenazante obliga a Andrea a subir al taxi, ante la mirada de sus compañeras, y emprender un viaje de dos horas hacia Tenancingo, Tlaxcala.
El resto de su historia la reconstruye Diana, la “carnala” de Andrea, a partir de lo que se sabe en ese municipio: la poblana entró a la mansión de cuatro pisos de Ernesto, apodado “El Caimán”, quien la recibió con una golpiza. No hubo tiempo para explicaciones. El “padrote” estaba tan molesto por no recibir la ganancia a la que estaba acostumbrado, que la golpeó hasta el cansancio.
Fue aporreada y violada por dos horas hasta que esa mañana, el 14 de marzo de 2010, Diana supo por qué el hombre que la secuestró y la explotó sexualmente desde que tenía 17 años se había ganado ese apodo y por qué cada vez que una mujer era requerida en su casa nadie la volvía a ver.
“Al ‘Caimán’ le llaman así porque tiene un cocodrilo en su casa, en una fosita de su mansión. Y cuando te dicen que ‘te voy a llegar con El Caimán’ es literal: te avientan al cocodrilo”.
“¿Qué pasó? El animal se comió a Andrea”, recuerda su amiga y se estremece. “Te juro que esta historia es real, así castiga este desgraciado”.
Ernesto, “El Caimán”, es la maldad encarnada en un cuerpo moreno, fibroso, marcado desde el pecho hasta las piernas con gruesas estrías que dan cuenta de su batalla durante cerca de 50 años contra la obesidad y su vanidad. Aunque se ha pintado el cabello en numerosas ocasiones de castaño o rubio, no hay forma de borrar sus rasgos nahuas ni suavizar la mirada de su rostro.
Esta última característica sobresale: su mirada demencial. Cuando se enoja, sus ojos se vuelven hornillas encendidas y arrasa con todo a su paso. Entre las tantas historias que se cuentan sobre él, una retrata su temperamento: se dice que cuando una de “sus mujeres” le da problemas, suele recorrer la carretera que une a Tlaxcala con Puebla para relajarse con el aullido de perros que atropella con su Hummer negra.
Como contraparte, es un habilidoso enamorador. A bordo de su camioneta de lujo recorre parques, centrales camioneras y centros comerciales del Distrito Federal y Puebla, donde corteja jovencitas, casi siempre indígenas, a quienes convence en dos o tres citas de abandonar a su familia y entregarse a él con la promesa de boda, casa de cuatro pisos, muebles caros, camioneta y vida resuelta.
Pero pronto reluce esa mirada loca, cuando pasa de Ernesto, el novio, a “El Caimán”, el proxeneta, y las amenaza con lastimar a su familia si no se prostituyen en las zonas de Merced y Buenavista, en el DF, o en la zona sur de la capital poblana. A cada una le pide hasta 5 mil pesos por noche, monto que recogen varios taxistas todas las mañanas.
A diferencia de la trata de personas de élite, a él le importa poco el lujo. Sus clientes frecuentes son policías, comerciantes, profesionistas de clase media, obreros que pagan 200 pesos por media hora de sexo con una mujer aterrada en un hotel de paso, camiones de mudanza, autos usados o callejones oscuros.
Vive como rey y se pasea como sultán en Tenancingo, Tlaxcala, el municipio donde fue criado por su padre, quien también fue “padrote”. Durante años, Ernesto fue un proxeneta de medio pelo hasta que encontró la forma de hacerse famoso: un reptil de cuatro metros de largo y 80 kilos de peso que guarda en su casa, donde han muerto un número indeterminado de mujeres prensadas vivas en unas mandíbulas que atenazan con la fuerza de 980 kilogramos en cada mordida.
“Si no juntan su renta, a unas las avienta así, vivas, cuando el cocodrilo no ha comido por días. A otras las ha matado y las descuartiza y así alimenta al animal. Es el tipo más infame, pero en el pueblo lo aman porque aporta a las ferias y bautizos y apadrina niños que salen de la primaria”, cuenta Diana, quien hace un año “compró” al “Caimán” su libertad por 170 mil pesos y ahora es una sexoservidora independiente en Izúcar de Matamoros, Puebla.
La historia la conocen bien quienes han investigado el fenómeno de la trata en Tenancingo: de 2009 a la fecha, la exdiputada federal y ahora presidenta de la ONG Unidos Contra La Trata, Rosi Orozco, ha sabido de varias víctimas de “El Caimán”.
“No es una ficción, es un hombre real que tiene víctimas en la ciudad de México, en Merced, Buenavista, que tiene víctimas en todo el país y que mata de miedo a las muchachas con la frase ‘vas a ver al Caimán’. Las víctimas que me han hablado de él cuentan con horror como han aventado compañeras suyas a que las devore el cocodrilo”, cuenta Orozco.
Y María – cuyo nombre real se omite por seguridad –, una exfuncionaria municipal de Tenancingo, también confirma la existencia de este hombre, venerado en el pueblo por pasar bautizos, graduaciones escolares y fiestas patronales con el dinero generado por la explotación sexual.
“Su nombre suena con más fuerza desde hace unos años. Yo lo escuché por primera vez cuando la señora que tiene la tortillería en Tenancingo habló de él y sobre el animal que tiene en su casa. Pero no es algo que se cuente como una historia de terror, sino algo cotidiano.
“Allá su presencia es cotidiana. Lo ven normal, que tenga un cocodrilo para asustar mujeres o para desechar la mercancía si no le sirve. Lo ven tan normal como tener un bote de basura”, señaló María, quien para dar una entrevista sobre el lenón pidió que se realizara fuera de Tlaxcala.
Con orgullo, “El Caimán” se hace llamar “el último padrote de los chingones”.
Desde los años 90, Tenancingo, Tlaxcala ha sido referente mundial del proxenetismo. Le llaman “semillero de los padrotes” y por décadas ha cultivado como negocio familiar el secuestro de mujeres con fines de explotación sexual.
En este pueblo de apenas 18 mil habitantes — donde no hay un solo tabledance, bar o zona de prostitución — se han formado los más famosos “padrotes” que recolectan las ganancias de la prostitución forzada en zonas de tolerancia en la Ciudad de México, así como Puebla, Veracruz, Tamaulipas, Chihuahua y hasta países como Estados Unidos, España o Reino Unidos.
A simple vista es otro lugar con palacio municipal, jardín con kiosko, iglesia y mercado. Nada más. Pero mientras se recorren sus calles, una inexplicable opulencia aparece en el paisaje: decenas de mansiones de tres, cuatro, cinco pisos, columnas de mármol, esculturas griegas, techos con orillas bañadas en oro y ventanas con cristales reflejantes que impiden ver hacia el interior de las casas, pero que permiten observar a los paseantes desde las mansiones.
Se trata de terrenos y propiedades construidas con dinero de explotación sexual, una actividad a la que se dedica entre el 30 y 50% de los habitantes, quienes disfrazan sus delitos con la frase “Me dedico a la cosecha… de mujeres”.
Si alguien que no es de la comunidad es visto cerca, los halcones hacen su trabajo. Aplauden desde los techos y anuncian al extraño, quien de inmediato es expulsado del pueblo. Todos se cuidan y todos son espías pertenecientes a las redes de trata de personas, desde el señor que vende dulces junto a la capilla hasta la señora que vende estambre en el mercado, porque ese delito es visto como un oficio que se entrega de generación en generación.
Ahí las niñas quieren ser “madrotas”, los niños “padrotes” y los adolescentes quieren ser el “Caimán”, a quien ven como ejemplo de éxito en la vida debido a una pasantía o licenciatura en Derecho que obtuvo en una universidad privada en la capital. Con ello, suele ser el abogado de muchos lenones que tratan de evitar los 18 años de cárcel que estipula la Ley para Prevenir y Sancionar la Trata de Personas.
Encaja los dientes en expedientes, devora testigos y cuando cree que su defensa está lista, da coletazos con amparos hasta que su cliente queda libre. Entonces “El Caimán” ya no sólo es un proxeneta rico, sino uno amado, respetado, recolector de favores y sádico “empresario”.
A su estilo violento el investigador Óscar Montiel, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores de Antropología Social, le llamó “Vieja Escuela”: en lugar de usar siempre el enamoramiento, él recurre al manual de los “padrotes” de los años 90 y secuestra, intimida, mata, entierra restos en rellenos sanitarios clandestinos y luego evolucionó hasta comprar un reptil.
“Estos padrotes, de los llamados Vieja Escuela, cada vez son menos, pero fueron los que dieron identidad al pueblo. Son queridos, muy amados, porque dentro son vistos como ejemplos a seguir”, cuenta Emilio Muñoz Berrueto, director del Centro Fray Julián Garcés Derechos Humanos.
“Usan apodos como referente de su violencia, como un trofeo que los haga leyendas entre los demás proxenetas”.
“Cuando supe lo que le pasó a mi ‘carnala’, saqué mis ahorros, todo y trabajé duro para comprar mi libertad. ‘El Caimán’ me dio chance sólo porque ya estoy vieja y fea… tengo 25 años, ¿te dije?
“Como sólo sé trabajar de esto, pues me vine a Puebla para chambear. Encontré un lugarcito en la que no te piden ‘padrote’, nomás una lana para los policías. Pero ya soy mi propia jefa y si quiero, me quedo a descansar un día que tenga mi menstruación.
“Pero luego no me gusta quedarme sin trabajar. Me quedo acostada y pienso en mi ‘carnala’… no sé, imagino que me grita, yo era la única en la que confiaba, e imagino que me grita ‘¡Carnala, ayúdame, este pinche loco me quiere aventar al cocodrilo!’ Y yo pienso ‘¡no mames, no pude hacer nada por ti!’ Me pone mal, me da algo y me tengo que parar de la cama, lavar mi ropa, caminar, algo para no pensar en ella”, cuenta Diana.
De acuerdo con Rosi Orozco, las autoridades federales han estado cerca de atraparlo en varias ocasiones, pero siempre ha logrado escabullirse con ayuda de sus vecinos, funcionarios municipales y hasta servidores públicos de nivel estatal.
¿Cuántas víctimas tendrá en su piel “El Caimán”? Nadie sabe. Ni Rosi Orozco, Emilio Muñoz, María N. o Diana. Esa cantidad sólo la saben las paredes de su mansión, donde cuelga su título profesional en Derecho.
Y más al fondo, lo sabe el cocodrilo que coletea con fuerza, nada en su fosa y espera, hambriento, ver de nuevo a su amo.
*Texto publicado originalmente el 24 de julio de 2013 en el periódico El Universal. Se reproduce con autorización de su autor.
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