Lado B
Ahorita llegan los pinches Zetas
Adelanto del libro Los nadie, historias de violencia en voz de los jóvenes
Por Lado B @ladobemx
05 de septiembre, 2013
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Moises Castillo

I

Todo conspiraba para señalar a Juan Manuel como un enemigo de la suerte. Estaba en su casa terminando de hacer un tatuaje de un jitomate enojado sobre la piel blanca de su prima Bety. En pocos minutos se encontraría con su amigo Tony para pistear en su casa, escuchar música y escapar de un sábado caluroso.

Pero unas cuadras antes de llegar a la cita recibió una llamada:

—¡Juanma! ¿Qué haces?, ven a mi fiesta de cumple, me enteré que andabas por acá —dijo Renata emocionada.

—Sí, sí, ¿pues dónde es?

El cotorreo estaba cerca del cantón de Tony, por lo que le pro­puso toparse en la party, echarse unas cheves y luego seguir con el plan perfecto. Llegó al bar del hotel La Última Tentación y no dejaban de correr los tragos y las chicas en bikini. Su amiga había rentado el bar y la alberca para festejar sus 27 años. Darse un chapuzón es una costumbre regia para sobrevivir a los veranos as­fixiantes. Eso de salir a una fiesta ya no estaba cool, pero ya estaba ahí felicitando a la cumpleañera.

A los 10 minutos irrumpió un grupo de policías federales y el desconcierto entró en la mente de los jóvenes que bailaban des­perdigados una rola de The Rapture. La música se apagó de golpe y sólo se escuchaba el sonido del agua porque los uniformados comenzaron a sacar a todos de la alberca. En pocos minutos 30 chicos temblorosos ya estaban contra la pared. Los federales co­menzaron a buscar droga entre las bolsas y la ropa, en todos los rincones, hasta que alguien dijo: “¡Jefe, aquí hay algo!”

Un agente “chaparro” mostró una pequeña bolsa de plástico con mariguana, algo así como 40 pesos de mercancía. Además ha­llaron dos pipas y papel arroz para los churros. De inmediato el comandante del “operativo” ordenó que se llevaran a todos a la delegación policiaca. “Trepen a estos drogos a las camionetas”, mandó el jefe que portaba unas gafas oscuras.

“Para la mala suerte de todos había un güey que sí tenía mota. Es una total pendejada ahorita cargar hierba en Monterrey. A pesar de lo que está pasando hay gente terca y pendeja con su idea de ‘a mí no me van a cortar mi jale’”, explica enojado Juan Manuel.

II

Estaban sentados en el piso en un salón pequeño y oscuro. Mien­tras un poli les decía: “Qué pendejitos se vieron”, les soltaba una patada en las costillas, los zapeaba o les jalaba el cabello. Juan Ma­nuel se mareó al sentir mucho calor, su playera estaba sudorosa y ya no podía mantener las piernas dobladas. Vio a un par de chavas llorando todavía con el cabello húmedo. Oía pequeños cuchicheos y, sin duda, todos estaban cagados de miedo. “¿Por qué fui? ¿Por qué fui?”, se recriminaba. Quería que se pudriera todo de una vez y no esperar como perros enjaulados.

Después los trasladaron a una especie de cárcel que olía a mea­dos. Les tomaron fotos y huellas dactilares. Un poli comenzó a alar­dear: “¿Quién es el bueno de la mota aquí? ¡Sobres, putos! ¡No se hagan güeyes!” Los cuerpos de los chavos se encogieron temero­sos. Otros tres federales se carcajeaban y escupían: “Ahorita van a llegar unos pinches zetas por ustedes y se los va cargar la verga”.

Toda la noche los estuvieron violentando física y psicológi­camente: groserías, trancazos y cachetadas. Por fin dejaron que hablaran por teléfono a un familiar para que los visitaran y los ayudaran a escapar de ese lugar horripilante. Ingresó una comitiva de familiares y fue todo un teatro montado: el comandante de las gafas oscuras informó a los padres que en la fiesta habían asegu­rado medio kilo de mariguana y que era un delito grave. Así que todos serían trasladados a un penal.

Juan Manuel veía a señoras angustiadas llorando por la noticia. Un agente que los cuidaba se burlaba de ellos: “¡Jajaja, ya se los atoraron, jajaja!” Y comenzó la extorsión oficial: “Es muy grave lo que hicieron pero nosotros les podemos ayudar”.

El comandante pidió a cada familiar entre 5 000 y 10 000 pe­sos para dejar en libertad a sus respectivos hijos. En una hora, poco a poco salieron los jóvenes pero antes les hicieron firmar una declaración ministerial donde aceptaban que tenían pequeñas dosis para consumo personal. Repartieron el medio kilo de droga plantado entre los 30 detenidos. Ese día los policías federales se embolsaron más de 200 000 pesos.

“Hay de dos: que el dueño del hotel ya tenía todo arreglado o dio el pitazo. Y al final se repartieron la lana. O la otra es que los policías ya tengan amenazado al hotelero para hacer ese tipo de chingaderas como su paga.”

III

Juan Manuel daba clases de pintura en una escuela privada y le salían clientes que deseaban tatuarse alguna parte del cuerpo. También era dj en fiestas, le gustaba poner electrónico y música experimental. Su vida transcurría feliz pero en las aulas sus alum­nos comenzaban a platicar historias de extorsiones, secuestros, balaceras… y eso le generó un ruido irritante.

No era sano recordar el caso de los federales y no sabía qué hacer con el dolor ajeno. Se volvió una persona paranoica, empezó a encerrase en su cuarto, le daba miedo caminar por las calles y sentía impotencia de ver que su vida cotidiana se tornaba insípida. Dicen que la paranoia produce soluciones y a veces ilumina zonas que la razón deja oscuras. Y el artista plástico de 29 años decidió huir de los plomazos para empezar de cero en la ciudad de México.

“Llevaba una vida normal, como que no batallábamos. De re­pente te truncan toda tu vida, ya no puedes hacer nada. Venir acá y sentir que en el DF las cosas funcionan, es un gran alivio. Hay condiciones para generar proyectos. Aquí la gente no se imagina que Monterrey se murió.”

Al principio sus padres no estaban convencidos de la decisión de su hijo pero al ver que la violencia subía y subía comprendieron que no había otra solución. Además, le entristece el momento de incertidumbre y el caos que les ha tocado vivir a los chavos de 15 a 18 años que no pueden salir a divertirse por temor a una desgracia. Si quieres cotorrear debes ser compa de Los Zetas que dominan la plaza. Los chavitos de secundaria alaban a esos temibles narcos como si fueran unos dioses.

Su lugar favorito era el Barrio Antiguo, pero desde 2008 se convirtió en zona zeta. Los bares y antros tronaron porque no soportaron ejecuciones y extorsiones. Entrar ahí es respirar un aire putrefacto y los reguetoneros juegan con sus armas como si fueran juguetes nuevos.

El Iguana es el bar más emblemático, pero desde un par de años está en plena decadencia. Una noche, Juan Manuel estaba a punto de orinarse, no podía aguantarse más tiempo y no tuvo otro remedio más que ingresar al baño de ese lugar. Estaba repleto de morros metiéndose coca y en la entrada se hallaba un bato con una computadora y un pequeño cofre con mercancía vendiendo grapas como si fueran dulces.

Éste es el último recuerdo de Juan Manuel de aquel sitio emblemático para los jóvenes regios. Ahora vive con un amigo en Villa Coapa y procura consolarse de su exilio, de ese destierro que gusta llamar “mi descielo”.

*La primera vez que Ale del Castillo y Moisés Castillo hicieron dupla nos entregaron Amar a madrazos; esta vez el tándem de los Castillo regresa con Los nadie, un libro que traspasa las fronteras de la violencia de género para abordar, sin amarillismo ni excesos —con un cuidado casi quirúrgico y un respeto ejemplar por los personajes que uno echa de menos en algunos diarios, revistas y televisoras— el problema de la violencia que ocurre dentro de un cuerpo, una vida joven abandonada al azar o aislada en una casa, en silencio; un luminoso salón de clases donde los niños y los adolescentes pierden la inocencia, aprenden a comportarse con la maldad de un tirano y comienzan a formarse como maridos y padres golpeadores, madres y esposas abusivas y proclives a humillar y ser humilladas, y unos hijos que crecerán y tal vez serán uno de esos esposos o compañeros maltratadores, o esos jefes sin escrúpulos habituados a ordenar con los gritos, las humillaciones y los tratos violentos aprendidos años atrás, en familia, en la escuela, con los amigos, en esos espacios que uno supone que sirven para construir sueños y vidas, no para destruirlas.

Wilbert Torre, periodista autor de Narcoleaks.

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