Lado B
El arte de tocarse a través de un hueco en la pared
Una historia argentina de trans presas
Por Lado B @ladobemx
07 de junio, 2013
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Foto de Constanza Niscovolos, tomada de fronterad.com/

Foto de Constanza Niscovolos, tomada de fronterad.com/

Nuria Alabao | Frontera D *

Está apoyada en la pared, bajo la luz amarilla de la farola. Las botas plateadas suben más allá de la rodilla. Por encima de ellas, apenas cuatro centímetros de piel y luego, un abrigo gris de falsa piel que abre de un único gesto cuando un coche se acerca. El gesto es parte del trabajo.

***

Casi dos años antes, esa misma mujer transexual que ahora hace la calle esperaba en el pasillo de la cárcel vestida de novia. Vivian había llegado tiempo atrás desde Perú con una única maleta llena de perfumes. Entonces no tenía ni idea de cómo sería su vida en Buenos Aires. Pero de todos los futuros que imaginó, en ninguno se casaba estando presa con un compañero de encierro.

El escenario: la cárcel de Ezeiza un día de abril de 2011. En el corredor gris completamente enrejado del módulo, los guardias observaban con los brazos en jarras. Eduardo –el novio– aprovechó para besar a Vivian, algo que no podía hacer un día normal sin ser castigado. Ella lo notó muy nervioso.

—Tranquilo, pa –le susurró al oído antes de dejarle ahí un beso leve.

Él –traje negro y cresta– la tomó del brazo y la introdujo en la sala donde aguardaba el público. Un estruendo de aplausos rebotó en el techo metálico. Una semana antes, Eduardo había tenido que pintar este mismo espacio que normalmente sirve de gimnasio. Ella había limpiado. Eran trabajos pagados a precio de presidio a 2,4 dólares la hora.

Las que aplaudían eran unas cincuenta personas sentadas en sillas de plástico en torno a un pasillo central. Pero esta vez no había familia de los novios que separar sino que los asistentes se organizaron de forma espontánea en dos grupos: funcionarios y autoridades de la prisión por un lado, y organizaciones sociales y de derechos humanos por el otro.

Con las gafas descansando en la punta de la nariz y un aire de maestra de escuela, la jueza leyó el acta.

—Comparecen Miguel Ángel Gutiérrez…

—Vivian –rectificó la novia riendo, mientras se aferraba a un ramo de margaritas blancas.

Además de las flores, todo lo que llevaba puesto era un regalo: los pendientes, los zapatos, el vestido blanco de corte sirena y escote abismal. La semana anterior habían llegado las encomiendas que mandaron las amigas. Estaban abiertas y faltaban varias cosas, entre ellas el vestido. El disgusto fue enorme. Vivian lloraba y amenazaba con reclamar al juez.

—Sin el vestido no me caso –dijo.

El día antes de la ceremonia, mientras Vivian trabajaba, el vestido apareció.

Eduardo, serio y erguido en la silla, parecía ausente. Trataba de no pensar para no estar furioso en su propia boda, pero tenía en la cabeza la imagen de su hermano –también preso– a quien no dejaron asistir.

—Por la mañana vinieron a mi celda y me dijeron: “Ojo con lo que decís a la prensa porque a tu hermano lo vamos a mandar al Chaco y allá te matan si tienes un familiar que vende falopa –cocaína– y más si ese familiar está con un puto. Así que mejor te callás”. Luego, cuando pasó el casamiento, me di cuenta de que era mentira, pero ese día no podía parar de pensar en eso– dirá después Eduardo.

En su discurso, la jueza trataba de resaltar la excepcionalidad del acontecimiento: la primera boda en prisión entre personas del mismo sexo. Los activistas a un costado aplaudían fervorosamente y exhibían banderas y folletos a los periodistas.

Cuando les entregaron el libro de familia, Vivian no podía parar de sonreír.

—¡Vivan los novios! ¡Otra política carcelaria fue posible! –gritó una activista.

Entre cámaras y flashes y gente que besaba y felicitaba a los novios en desorden, la misma mujer se acercó y le susurró a Vivian al oído:

—Cuando hablés con las cámaras nombrá a nuestra asociación y al director, que fue con quien pudimos lograr estar nosotras aquí.

Alguien desplegó una bandera de la Federación de Gays y Lesbianas y muchos de los asistentes, sobre todo funcionarios, se fueron poniendo detrás para la foto. Incluso el director del penal acabó sujetando la bandera por un extremo. Con la prensa delante, Vivian, un poco balbuceante, agradeció a los funcionarios –cuyos nombres tenían que apuntarle por detrás– y a las trabajadoras sociales y de las organizaciones de las que sí se acordaba.

—Y ayúdenme mucho cuando salga que estoy por salir.

Tras las entrevistas, la pareja estaba sentada en la sala de visitas. Vivian dijo sacándose un zapato:

—Tengo sed. Tomemos agua, imaginemos que es champán francés.

***

En la puerta una placa de mármol: Hotel Moderno Sevilla. En la entrada niños jugando. Niños desconfiados que no quieren abrir la puerta hasta que aparece Vivian con las llaves.

Hoy es un día de mayo de 2012. Eduardo salió absuelto hace un año y ella obtuvo la condicional dos meses atrás. Viven aquí desde entonces con la familia de él: su madre y tres de sus sobrinos.

El lugar quizás alguna vez recordó a la primavera andaluza con su patio de azulejos mozárabes y su farolillo de reja negra hoy desconchado. Las habitaciones quedan a un lado; los huecos de las puertas cubiertos por sábanas para que corra el aire y se disfrute de cierta intimidad.

—Nuestras celdas eran un poco más grandes– dice Eduardo mirando a su alrededor con los ojos achinados por el cálculo. El cuartito es de tres por dos con una cama individual encajada entre un armario; una estantería llena de maquillaje, champús y algo de comida; una silla y una mesa con la tele de plasma siempre encendida.

En ella ahora se reproduce una grabación con las noticias que salieron en televisión el día de la boda. Comentan las ilusiones puestas ahí, cómo creían que iba a facilitarles –quizás– las cosas al salir.

Sus expectativas no se han cumplido. Han visitado a todas las instancias estatales y organizaciones que estuvieron presentes. Allí reciben su currículum, les ofrecen asistencia legal o alguna ayuda económica y les desean suerte. Tampoco pueden hacer mucho más.

Vivian señala el reloj. Eduardo llega tarde a una reunión de Alcohólicos Anónimos.

—Quedó muy resentido –dice Vivian cuando sale Eduardo–. Con los guardias, pero también con las travestis. No sabes cómo es con ellas. Las odia, hasta las trata de chabones. A mí me da mucha bronca.

Se abraza a un oso de peluche gastado y se queda tendida en la cama. Recordando.

Habla de su familia en Perú y de su infancia: una biografía como otras de pobreza y abusos. Dice que le gustaría trabajar cuidando niños, algo que hizo de jovencita, cuando todavía no se había operado para tener tetas y podía vestirse de chico. Luego todo fue más complicado.

***

La historia de amor es así –aunque también está por escribir–.

—Una historia larga, como un cuento –dice Vivian jugando con su melena negra.

Se conocieron en Perú. Por aquel entonces ella todavía se ponía panchos –sujetador con relleno– para hacer la calle. Después de un tiempo él volvió a Buenos Aires porque le esperaban una mujer y una hija. Pero al regresar, la esposa murió debido a un aborto clandestino. La familia de ella vino a llevarse a la pequeña. Un juez decidió que estaría mejor con ellos. Eduardo enloqueció.

Cuando el dolor apenas había remitido, alguien chocó con él en un supermercado. La voz que se disculpó y la risa que vino con la disculpa le resultaron familiares.

Era septiembre del 2007. Vivian acababa de llegar a Argentina. Ese día pasearon juntos redescubriéndose y a partir de ahí empezaron una relación que duró un año. Tras ese año, Eduardo le declaró sus intenciones de pasar el resto de su vida juntos. Vivian aceptó y después de dos semanas, desapareció.

***

El día que cayó Vivian estaba en la cama. Le acababa de llamar un cliente, un chico que también se prostituía y que insistía en que quería verla esa misma noche. Pero ella llevaba bastantes horas sin dormir; había empalmado muchos clientes uno tras otro. Dijo que no a pesar de la insistencia de él. Y tiempo después, la imagen de un pasado que no llegó a ser le perseguiría noche tras noche durante gran parte de su encierro. Un pasado en el que salía a ver al chico y con ello se libraba de la detención y de todo lo que vino después. Pero estaba cansada y no fue.

A las cuatro de la mañana cayó la policía. Vivian estaba durmiendo.

—¡Abajo, puto! y que yo te vea las manos o te pego un tiro.

Casi al mismo tiempo que abría los ojos fue agarrada del cuello y arrojada al suelo mientras le apuntaban con un arma. La casa se llenó de gritos, golpes, miedo. Estuvieron tiradas en el suelo del patio y esposadas desde las cuatro de la mañana hasta la una de la tarde del día siguiente mientras los quince policías destruían meticulosamente cada uno de sus muebles y pertenencias.

—Pero lo peor estaba por venir –dice ahora. Lo peor no sólo serían los dos años de prisión sino también el periplo desde la detención hasta llegar a Marcos Paz.

En la comisaría, después de ser fichada, Vivian volvió a ser esposada, esta vez con los brazos en la espalda. A la tarde del segundo día les hicieron levantarse. Y otra vez los insultos: putos, trolos, sidosos.

—Ya van a ver. Allá donde van las van a coger por todos los agujeros.

Las subieron a una furgoneta donde derivaron tres días de penal en penal. De Marcos Paz a Devoto, de Devoto a Ezeiza. En ningún lado las querían.

—Los travestis son demasiado quilomberos –les decían.

Esos tres días no bajaron del vehículo. No bajaron para mear ni para dormir. Dormían esposadas, cambiando de postura a cada rato para que el dolor de las muñecas no se hiciese insoportable. O despertando por el hambre. Orinando en una botella. Acostumbrándose al miedo.

Vivian pensaba en Eduardo, en cómo avisarle. Le habían quitado el teléfono donde guardaba su número. Sólo podía esperar que alguien le dijese. Confiar.

Al cabo de una semana de la detención, ingresaron por fin en el penal de Macos Paz. La primera verja se abrió. Luego la segunda. Luego otras. Tras esas rejas se abría un nuevo mundo del que hasta entonces sólo habían oído hablar: uno de sombras, que iba a ser el único mundo posible para Vivian durante los próximos dos años y diez meses.

—Mi abogado me dijo: “Hay que pelearla para que salgas libre”. Pero yo pensaba que el juez no me iba a creer por travesti y prostituta. Así que me declaré culpable para que me rebajasen la pena.

***

Eduardo la buscó por todas partes pero nadie le dijo de la detención.

—Yo pensé: ya se fue, salió conmigo y se tomó el palo. Me puse mal, tomaba.

Dos meses después Eduardo fue detenido. Según dice, la policía le armó una causa por robo y como tenía antecedentes lo encerraron.

—Cuando llegué a Marcos Paz me estaban dando la bienvenida: yo estaba contra la pared con las manos en la espalda y los cobanis –policías– me cacheteaban. Escucho que venían caminando de lejos y se oía una risa familiar y pienso: ¿Será Vivian? Creí que me estaba volviendo loco por los golpes.

Ella, que llevaba ya unos meses presa, lo reconoció de lejos.

—¡Pedí el cuatro! –le gritó.

El cuatro era el pabellón donde estaban alojados homosexuales, mujeres trans y agresores sexuales; los “desviados” según la jerga del servicio. La lógica carcelaria clasifica a los detenidos, en teoría para prestarles una atención más personalizada. Pero sobre todo, para gestionar el conflicto entre presos, y entre presos y el servicio. En este caso, también se supone que separar a esta población sirve para protegerla de ataques y humillaciones.

Dentro de las jerarquías tumberas las transexuales en las prisiones de hombres tienen el estatus más bajo, menos que gato –los que hacen de mujeres en el pabellón: lavan la ropa de los otros, limpian y a veces, otras cosas–. Lo contrario de lo que les sucede a los transexuales varones en las cárceles de mujeres que suelen ocupar espacios de poder.

En el caso de Marcos Paz algunos detenidos se declaraban homosexuales –con la aprobación del servicio– para evitar el “resguardo de integridad física”. Los que están en resguardo –porque se considera que corren peligro– acaban padeciendo un encierro aún peor. Eduardo estuvo preso anteriormente en esas condiciones. Pasaba veintidós horas sin salir. Conseguía hablar a duras penas con un vecino gracias a un agujero de ventilación.

Después de esa experiencia, el pabellón IV no le pareció tan mal. Pero para Vivian era la primera vez.

***

Cada noche a las diez se cerraba la puerta de su celda.

Se sentaba en la mesa de metal y escribía cartas para Eduardo. Sobre los márgenes, dibujaba flores y osos con rotuladores de colores. Luego le daba esas cartas junto con algún regalo: una camiseta, unas galletas de chocolate. Regalos que conseguía cambiándolos por tranquilizantes que le recetaba el médico y con los que se drogan algunos reclusos mezclándolos con alcohol. Esa actividad de trueque era imprescindible para comer algo decente, cuando todavía no trabajan y por tanto no recibían ningún salario. El rancho –la comida de la prisión– es una de las principales quejas de los detenidos.

La mayoría sobrevive gracias a lo que le traen sus familias o comprando comida en la cantina. Pero casi ninguna transexual recibe visitas familiares, así que en Marcos Paz, muchas se juntaban o intercambiaban favores sexuales con los violetas –los condenados por delitos sexuales– con los que compartían pabellón. Vivian estuvo con uno hasta que llegó Eduardo.

—A mí no me gustan los mayores pero éste era muy buenito y sólo quería que lo abrazase y lo besase.

En las horas de trabajo Vivian pegaba bolsas de papel, una tras otra, todas las que podía, para llegar algo cansada a las noches de la celda. Pero hacer bolsas no cansa tanto, así que cuando se tumbaba en la cama y cerraba los ojos se sucedían dentro –uno podría pensar que en el reverso de los párpados– imágenes que le hacían imposible conciliar el sueño.

—Pensaba en la humillación de las requisas, en las peleas del pabellón. En como las otras me decían “peruana muerta de hambre vete a tu país”. A veces tenía miedo– dice ahora y cierra los ojos otra vez.

Cuando los cierra vuelve a la celda.

El silencio –recuerda– estaba lleno de sonidos metálicos, olor a humedad, a óxido. También se oía el balido de las ovejas, que parecía un llanto o que ella imaginaba llanto y que el eco hacía resonar en las paredes desnudas.

Para no escucharlo, Vivian ocupaba la duermevela en imaginar cosas bonitas. Hacía listas. La lista de qué iba a hacer al salir: ir a bailar, bañarse en una piscina, tener hijos, viajar a Europa. La lista de lo que comería. Y otra que consistía en todas las modificaciones corporales que le faltaban: operarse la nariz, reemplazar sus prótesis mamarias, cambiar de sexo. Al final de esta última lista, una Vivian con ropa bonita y “más femenina” –como dice ella–, una Vivian imaginada o quizás una Vivian del futuro la tomaba de la mano y sonriendo, la conducía por fin al mundo del sueño.

***

Ni Vivian ni Eduardo sabían que la creación del pabellón IV del penal de Marcos Paz había sido una conquista. Antes, las presas transexuales del sistema federal –dependiente del gobierno central– iban a parar a La Jaula de la Unidad 2 de Devoto.

Jorgelina Abelardo –militante de la Asociación de Travestis, Transexuales y Transgénero de Argentina, ATTTA– estuvo presa ahí. Fue detenida –recuerda– el día de su cumpleaños a una cuadra del bar en el que nos encontramos.

—Caí en el peor momento. En medio de la crisis, con todo ese caos político en el país. En esa época en Devoto yo vi morir entre uno y dos chicos por día. Las políticas de derechos humanos empezaron a tomar más peso un tiempo después de asumir Néstor Kirchner. Ahora por suerte ha cambiado bastante.

Foto de Constanza Niscovolos, tomada de fronterad.com/

Foto de Constanza Niscovolos, tomada de fronterad.com/

La Jaula era eso, una jaula: un entrepiso elevado totalmente enrejado que quedaba en medio del pabellón y que originalmente servía a los guardias para poder tener una vista completa del área. Ahí metían a las transexuales. Los presos se encaramaban y se colgaban con sábanas para tener sexo con ellas a través de las rejas.

—Nos pusieron para calmar a las fieras. Para que los tipos que no tenían visita tuvieran sexo con las chicas.

Jorgelina cuenta cómo las travestis eran obligadas a prostituirse y a veces lo hacían también por necesidad, incluso con los guardias. Además tenían que lavar la ropa de todo el pabellón. Algo que todavía sucede en muchas cárceles provinciales, como dan cuenta los informes de organizaciones como el Comité Contra la Tortura de la provincia de Buenos Aires.

Gracias a las demandas de presas como Jorgelina y a las luchas que llevaron a cabo, en el 2005 se creará el pabellón IV de Marcos Paz donde se encontraron Vivian y Eduardo y La Jaula desaparecerá.

***

Llueve. Vivian y Eduardo están en la cocina de su hotel. Es compartida pero no hay nadie más. Entre la cocina y el cuarto hay un patio, así que cada vez que olvidan algún ingrediente se mojan un poco. Vivian prepara ceviche.

—Es muy sencillo, sólo tienes que ponerle amor.

Está intentado enseñar a Eduardo a cocinar comida peruana.

—¿Nunca se separan?

—No mucho –contesta Eduardo–.

—Allí vivíamos las veinticuatro horas pegados. Fueron más de dos años –dice Vivian.

Para ellos “allí” siempre quiere decir la cárcel. Aunque “pegados” significa cosas distintas.

En el penal de Marcos Paz a menudo los “sectorizaban”. Es decir, los separaban en grupos distintos para que no coincidiesen en los espacios comunes. Primero salían de sus celdas las transexuales dos horas, luego los homosexuales otras dos y así los iban alternando. Esto implicaba que pasaban más tiempo encerrados.

—Y estar tantas horas sin salir –dice Vivian– lo que provoca es más locura, que los mismos internos se peleen, porque se drogan con pastillas y todo eso.

Durante esos castigos la pareja sorteaba rejas y distancias. Se hablaban a través de los barrotes. Para cocinar se turnaban con la metra –un balde de agua en la que preparaban los alimentos al baño maría calentando el agua mediante dos cables de electricidad pelados–. El que estaba fuera de la celda le pasaba la comida al otro por el ventanuco roto de la puerta. Había que aplastar el pan para que cupiese y pasarse la sopa en una bolsita de plástico. Y así comían juntos.

Por el agujero de la ventana no cabían más que dos dedos. Dedos que buscaban una mano al otro lado. Dedos que iban al encuentro de una boca que los besara clandestinamente.

Llegaron a estar encerrados entre dieciocho y veinte horas diarias por periodos de varios meses. La justificación del servicio para imponer la sectorización eran las peleas que a veces se producían entre homosexuales y transexuales –donde volaban sillas y las escobas eran armas–. El argumento era la seguridad de los detenidos. Sin embargo, justo antes de ingresar Vivian, tres reclusos se habían suicidado debido a este régimen de encierro, según el informe de la Procuración Penitenciaria de la Nación.

A principios del 2010 las transexuales iniciaron varias formas de lucha para terminar con la sectorización. También pedían que dejasen de tratarlas como hombres y que les permitiesen entrar ropa de mujer. Estas demandas provocaron la intervención de organismos estatales y de la militancia homosexual que las hicieron públicas. Era un tema sensible para el gobierno de Cristina Fernández, quien había hecho suyas las reivindicaciones del movimiento gay a través de la aprobación del matrimonio de las personas del mismo sexo. Pero además, se trataba de un tema de vulneración de derechos humanos, otra de las banderas simbólicas del kirchnerismo.

Tener acceso al altavoz del activismo comenzó a proteger a las transexuales respecto de la violencia física.

—Los guardias no se atrevían a tocarnos –dice Vivian ahora–, como tenemos pechos tenían miedo de que les acusásemos de abuso sexual. Pero para los homosexuales era distinto.

En marzo del 2010, la situación en el pabellón IV estaba tan tensa que la dirección del servicio penitenciario pactó con algunas organizaciones sociales un programa que implicaba el traslado a la Unidad Penitenciaria I de Ezeiza.

***

Una noche las transexuales estaban en el salón mientras que los homosexuales y los presos en resguardo se encontraban en sus celdas. Vivian pidió al guardia de turno que conectase la electricidad para poder cocinar.

—Mejor no cocinés porque se tienen que ir. Avisá a tus compañeras.

Fue un golpe. Habían oído hablar del programa, pero les habían dicho que el traslado sería voluntario. Muchas de ellas, como Vivian, habían establecido relaciones con sus compañeros de los que ahora tenían que separarse sin saber si volverían a reunirse alguna vez. Para la mayoría, constituían un sustituto de las familias que les habían dado la espalda. A este miedo a la soledad se sumaba la incertidumbre por el sitio al que iban, del que habían oído todo tipo de rumores. La imaginación –negra– suplía la falta de información.

Las mujeres comenzaron a recorrer celda por celda para despedirse. Se daban la mano entre los barrotes. Todo el mundo estaba callado, sólo se oía el croar de las ranas y el zumbido eléctrico de las puertas.

—En el pabellón parecía que se había muerto alguien –dice Eduardo–. Igual nos peleábamos mucho pero sabíamos que nos íbamos a extrañar. Nos dimos cuenta de que nos queríamos.

***

—Los primeros días en Ezeiza fueron horribles –dice ahora Vivian–. Estábamos muy solas. Tuvimos que pelear por todo. Pero lo más importante para nosotras era que nos volviesen a juntar con los chicos.

Las mantenían casi todo el tiempo encerradas para que no se mezclasen con los otros detenidos. Así que iniciaron otro periodo de confrontación directa con el servicio para pedir mejoras y el traslado de los detenidos que quedaron en Marcos Paz. Pero no todas se sumaron a la protesta, tenían miedo de las represalias. Una dijo a sus compañeras:

—Yo acá estoy bien. No puedo reclamar más de lo que me dan porque no he tenido una vida mejor en la calle.

Una madrugada, Vivian estaba tumbada en la cama de su celda. Durante las noches insomnes contaba uno a uno los días de su separación: habían pasado ya casi dos semanas. El módulo estaba a oscuras y en silencio.

Alguien gritó:

—¡Vivian! ¡Vivian!

—Hola. ¿Hola?

—¿Quién habla?

—Soy yo, soy el Pantera –contestó Eduardo–. Vinimos para acá.

La madrugada se llenó de gritos y risas. Las transexuales empezaron a golpear las puertas de sus celdas. El ruido en la prisión puede ser una forma extraña de felicidad.

***

Pese a esa victoria, poco después del traslado la sectorización se había vuelto a repetir. Los dividieron en cuatro grupos alojados en distintos pabellones. No se veían nunca.

—Las chanchadas que pasaban en Marcos Paz no van a pasar más. Nadie va a coger acá –decía el jefe de módulo.

Vivian y Eduardo tuvieron que reinventar el arte de pasarse la comida por rendijas y tocarse a través de rejas y agujeritos. Sus pabellones estaban enfrentados y en medio quedaba el patio que no podían usar al mismo tiempo. Un día limpiaron el hueco de la cerradura que ya no estaba. Por ese hueco cabía una lengua. Los besos tenían sabor a metal.

Se inició otra ronda de luchas para que los juntasen. Las transexuales amenazaron con cortarse el pelo y dejarse bigote, así no habría ninguna razón para mantenerlas apartadas de los demás. “No queremos estar separadas por especies”, decían en los comunicados.

—Ustedes se creen mujeres pero la mujer no se comporta así. La mujer es más delicada, más de su casa y a ustedes les gusta gritar como tipos y pelearse –contraatacaban los guardias.

A dos presas de las más activas en las protestas las trasladaron al sistema provincial. Allí las condiciones de encarcelamiento son mucho más duras y los organismos de derechos humanos denuncian constantemente abusos sexuales a las personas trans.

Poco a poco y con apoyo del exterior, consiguieron mejoras. Vivian y Eduardo pudieron compartir espacios: trabajar, estudiar, hacer deporte. A veces podían tomarse de la mano. Pero normalmente tenían que esconderse. Para las trans, besarse o cogerse de la mano con otro detenido era causa de sanción por “excitación corporal” y se castigaba con el encierro.

Para entonces ya se había aprobado el matrimonio para personas del mismo sexo. Desde que lo supieron, la pareja no habló de otra cosa. Pero no podían esperar a salir porque el resultado de los juicios era incierto. Querían hacerlo ya.

Dos días después de iniciar los trámites para casarse les preguntaron si querían que hubiese prensa en la ceremonia.

—Tendrán que pintar y adecentar el gimnasio –les pusieron como condición.

Mientras trabajaban juntos arreglando la sala donde sería la boda, les nació una esperanza, como si la publicidad fuese algún tipo de llave capaz de abrir un mañana distinto o de cambiar el pasado.

***

—El día que salí parecía un zombi –dice Vivian– todo me asustaba: el ruido de los coches, la gente. Él no vino a buscarme. Y ahí yo pensé: es verdad lo que dicen, cuando la gente sale, cambia. Ya cuando yo todavía estaba dentro y él había salido, pensé en separarme porque él venía a visitarme todas las semanas, pero venía todo trasnochado, desordenado, sucio. Le daba al escabio –bebida– y a mí eso no me gusta. Como el día que salí no vino a buscarme me fui a un hotel a dormir. A los dos días apareció.

***

—¿Y cómo es el afuera?

La que pregunta es Alba Rueda, una activista trans que Vivian conoció por teléfono durante las primeras denuncias. Estamos en el INADI –el Instituto Nacional contra la Discriminación–. La sala de reuniones es grande y fría. Pero Alba es cálida: sin maquillaje, lentes finos, jersey de lana.

Vivian explica: la lista de problemas es larga.

—¿Crees que podré encontrar trabajo?

—Siendo realista está todo por escribirse –dice Alba.

Tiempo atrás ella misma decía que las posibilidades laborales de una trans eran básicamente dos: el activismo o la prostitución. Hoy se muestra más optimista tras la aprobación de la ley de identidad de género que permite el cambio de nombre y sexo en el DNI. Esta ley posibilita además el acceso a otros derechos como las operaciones de reasignación de sexo.

—Nosotras estamos viviendo un momento de cambio cultural –prosigue–. Me parece que vos vas a vivir momentos difíciles pero también está bueno que sepas que estás luchando para educar a nuestra sociedad.

—Ya se me está haciendo difícil… ¿Te puedo dejar mi currículum?

—Pásamelo por mail acá.

***

Hace frío en Ezeiza, pero es un día radiante. El sol esculpe las cosas a golpe de sombras. Vivian y Eduardo han ido al penal a ver si queda un remanente de dinero que le falta a ella por cobrar de su trabajo en prisión. El primer cheque ya lo gastaron. Con éste piensan pagar el trámite de residencia.

En la entrada, la cola perenne de las visitas y una ventanilla de cristal espejado. Vivian llama con los nudillos. Al cabo de unos minutos aparece un funcionario que recoge los papeles mientras le alcanza un cheque a una mujer. La mujer lo toma sonriente y se acerca a hablar.

—¿Ustedes acaban de salir? Me han dicho que se echa de menos a los amigos de allá adentro.

—Yo no, ni hablar –contesta Vivian–. Yo no echo de menos a nadie –y le explica con una sonrisa que se casó allá dentro, que salió por la tele.

La ventanilla se abre. Vivian se acerca nerviosa.

No hay nada.

El mes que viene, le dicen. Quizás el mes que viene.

* Nuria Alabao es periodista, hace documentales y tiene una maestría en Antropología Social. Quiere agradecer “a María Santos y al equipo de género de la Procuración Penitenciaria de la Nación Argentina sin las cuales hubiera sido muy difícil redactar esta crónica”.

Este texto fue publicado originalmente y tomado de Frontera D.

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