Lado B
Pizcando fresa hasta la muerte
Jornaleros de San Quintín atrapados en la explotación
Por Lado B @ladobemx
26 de octubre, 2012
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Emilia se ha dejado la piel y la vidas en las plantaciones de fresa del valle de San Quintín y hoy que enfrenta un cáncer cervical se encuentra con que no tiene ni protección social y tal vez ni identidad. 

 

Laura Sánchez Ley* | Diez4

@lauraley33

Emilia es la mujer que no existe. A la que el jugo ácido de las fresas que recolecta le deja las manos ardiendo en rojo. Su piel áspera confiesa los surcos andados en la pizca de temporada en el valle de San Quintín, al sur de Ensenada.

Dos décadas como jornalera en unas zonas agrícolas mas abandonadas del país, aquí en Baja California, agrietaron la piel que la cubre y por dentro magullaron la fruta de su alma. Enferma, la tierra del Valle succiona la vida de sus 39 años.

“Me dijeron que tengo cáncer, que según se curaba, pero como no tengo acta, vengo a ver si puedo sacar mi acta”. Hace 17 años que no falta a trabajar. Hoy lo hizo para formarse en un módulo de atención ciudadana –del Partido de la Revolución Democrático (PRD)– y esperar su turno entre varios jornaleros para solicitarle a un diputado local que le ayude a tramitar su acta de nacimiento, sin ese documento no podrá obtener la seguridad social con la que nunca ha contado.

La inexistencia de Emilia en el registro civil y los dolores provocados por el cáncer cervical, han impedido que la jornalera originaria de Oaxaca se despierte cada madrugada y se uniforme: pantalón de mezclilla, tenis, sudadera con capucha y gorra. Para finalizar el ritual, amarra un paliacate que mantiene su rostro alejado de los pesticidas, de las corrientes de aire, del polvo, del frio y del sol.

Emilia, sin rostro, es una momia entre las 60 mil que salen a las 4:00 de la mañana de las cuarterías –improvisadas chozas de cartón y trozos de madera–, para caminar entre 6 y 8 kilómetros hasta el parque municipal Lázaro Cárdenas, donde mujeres, niños y hombres aguardan el camión que los transportará a los campos en donde encorvan el cuerpo para pizcar la fresa de esta temporada. Para hacerlo hasta que el cuerpo aguante.

A pesar de que Emilia desde hace muchos años sustituyó su idioma natal –el mixteco por el español–, su vocabulario aún es muy limitado y cuando habla de su “asunto” apenas logra hacerse escuchar: habla entre sollozos y murmullos; aspira fuerte y espira muy despacio. Originaria de un pueblo Triqui (uno de los grupos indígenas más relegados de Oaxaca) no está acostumbrada a platicar con extraños.

Los primeros días de mayo en una clínica particular le diagnosticaron la enfermedad y aún no comienza sus tratamientos para curar el cáncer cervical.

“A veces se quita poquito, como a las 10 empieza como ahora empieza el dolor en mi cabeza duele, duele bastante”.

En el rincón a la izquierda de la puerta sentada en un taburete de madera está Emilia: una mujer que sí existe, –aunque el gobierno quiera negarla– enfundada en su larga falda color azul estampada con flores pequeñas, unos huaraches de plástico rojos y una blusa de manta bordada.

“A veces me duele mi cabeza, a veces mi espalda, otras un dolor fuerte me pega, vomita….” Cuatro niños pequeños y una adolescente sobreviven de lo que La Mujer que sí Existe gana en el campo: 100 pesos al día, desde que su pareja, también jornalero los abandonó, pero con cáncer cérvico y sin tratamiento, Emilia intuye que alguien más deberá hacerse cargo y Paulina, su hija mayor de 16 años es su única opción.

El primer paso que debía tomar su hija era abandonar la escuela. Ya lo hizo: “Sí, deje de estudiar…, nomás para ayudarle a mi mamá”. Un señor, uno de los patrones ya la mandó llamar: “Que me quiere para otro trabajo, que a cortar cola de fresa o algo así”.

Paulina trabajará a pesar de que el artículo 22 de la Ley Federal del Trabajo dice que los menores que no han terminado su educación obligatoria no pueden ser contratados.

LA MAQUINARIA AGRÍCOLA

Los ranchos de sembradíos en San Quintín no sólo se avistan por el verdor de la tierra sino por estar amurallados, ya que el espacio al aire libre está flanqueado: troncos rodean los campos limitando el paso “Sólo a personal autorizado”.

San Quintín se convierte a pasos agigantados en una maquiladora donde hay que hacer el check in pero no existe el check out.

Para trabajar en la maquina agrícola hay que recibir el visto bueno del patrón, un hombre que mira de arriba a abajo para ver si rindes, sobre todo si eres mujer.

–¿Cuántas cajas de fresa puedes llenar durante la jornada? A 35 pesos cada una.

Entrar se rige por las manos encallecidas o el color de la piel: “a ver a ver, tú no eres de aquí, ¿a poco has trabajado en el campo…?”, pregunta desconfiado un hombre que ya ha perdido su nombre y ahora decenas de jornaleros sólo le llaman Mayordomo.

Aunque él es otro indígena (igual que Emilia, igual que la hija de Emilia e igual que los 60 mil empleados) que tras 25 años de jornalero le fue otorgado el poder de maltratar a sus iguales. Es un hombre sin más ambición que la de dejar al patrón contento.

“Adelante patrón, aquí hay dos mujeres que quieren entrar al campo, dicen venir de Ensenada”, dice el mayordomo al patrón, por medio de la radiofrecuencia. Habla cual judicial anunciando excitado algún hecho policiaco a su jefe.

Dos horas más tarde el rechinido de llanta anuncia la llegada del patrón, un hombre de baja estatura que desciende con dificultad de una camioneta Toyota Titan 2005 que brilla su pintura negra bajo el sol. Por supuesto que el patrón no es ningún indígena.

–Ándeles, ya saben que aquí hay oportunidad para todos, éntrenle pues, que las lleve el Félix (otro indígena comisionado para cuidar la entrada del campo las 24 horas).

Caminamos hasta el fondo de un kilométrico campo verde, hasta llegar a los primeros surcos: cientos de cuerpos encorvados hurgan urgentemente sobre la tierra con la consigna de encontrar las mejores frutas y llenar con ellas las carretillas anaranjadas que se empujan hasta el final del surco, para luego vaciarlo en cajas y así volver a pizcar un nuevo surco, un nuevo surco, otro nuevo surco…

“No se me hace tan difícil pero si duele, duele mucho la espalda eso es lo que pesa…, también las manos, te arden las manos y te quedan bien rojas…, pero te acostumbras. Ya parezco una momia así toda vestida”, sonríe una jornalera uniformada de rojo, que está aprendiendo a fundirse con las fresas.

LA COMILONA DE LOS PANISTAS

“Aquí los que mandan son gente que está pesada, de Los Pinos y así…”. En el kilómetro 311 de la Carretera Transpeninsular Tijuana-La Paz hay un rancho llamado Los Pinos. Fundado el 24 de agosto de 1952 es uno de los campos agrícolas más antiguos del Valle de San Quintín y destinos favoritos de los políticos.

Virgilio López, defensor de las comunidades indígenas, llegó a los 9 años a San Quintín para trabajar como jornalero en Los Pinos, recuerda que cuando Ernesto Zedillo era Presidente llegaba, igual que Carlos Salinas.

“El presidente que tenemos ¡ahora sí que pasó todo el día y la noche y amaneciendo al otro día se fue!”… y no se equivoca.

El rancho denunciado por niños, hombres y mujeres como un lugar “en donde tratan más mal a la gente”, es propiedad de Antonio Rodríguez Hernández, Secretario de Fomento Agropecuario del Gobierno del Estado, “amiguísimo” –dicen los mismos panistas– del Gobernador José Guadalupe Osuna Millán, un panista que presume en sus discursos haber llegado a Baja California desde Sinaloa a trabajar en la maquila. “Antonio Rodríguez es un señor de esos influyentes que apoyó en la campana a Calderón”, refieren.

Tanto así que el 4 de marzo de 2009, los hermanos Rodríguez organizaron una fiesta privada a Felipe Calderón Hinojosa en el mismísimo lugar; mientras el Presidente de la República se echaba una comilona de tomate gordo, hortalizas y cebollas, más de 500 jornaleros –vejados como esclavos– trabajaban por 100 pesos el día en una de las áreas del campo Los Pinos, a unos 100 metros del presidente.

Virgilio López considera que deben estar apoyados por el Gobernador porque cuando denuncian no pasa nada…

El señor Calderón, ya bien comido (y probablemente bien tomado), acompañado del cuerpo de militares del Estado Mayor Presidencial, a bordo de sus relucientes Suburban del año, contrastaron con el pequeño poblado de aspecto árido y desolado. Ningún jornalero logró extenderle la mano roja y quemada a su presidente.

¡Siempre hay mitos!, dice Pablo Alejo López Núñez, encargado de la Secretaria de Desarrollo Social. Dice que siempre los ha habido respecto a las demandas laborales por parte de los migrantes jornaleros.

–¿Por qué? –se pregunta al tiempo que se responde sin titubear–. Ah pues les venden algunas condiciones laborales en sus lugares de origen y cuando vienen y se encuentran con otra realidad diferente a las que les prometieron pues.

Acepta que nunca serán suficientes los apoyos, aunque “seguirán trabajando en aras de buscar que la gente que habita la zona rural del estado cuente con lo básico”.

Hasta Renato Sandoval Franco, Secretario del Trabajo y Previsión Social del Gobierno del Estado asegura que puede certificar que en el campo de Baja California se tiene el registro mayor de trabajadores inscritos en el IMSS.

Tal parece que Emilia, la jornalera enferma de cáncer –que en 17 años nunca ha contado con seguridad social– es parte de la minoría.

Este es San Quintín, un poblado al sur de Ensenada que el gobierno de Baja California presume así: “una Bahía que se despliega tierra adentro formando un fértil valle agrícola dedicado al cultivo de hortalizas y legumbres”.

Virgilio López un hombre que dice tener 35 años acabado por la faena en pocas palabras describe el verdadero Valle agrícola:¡Pero aquí los patrones no ven por la gente! Si te ven los mayordomos parados te gritan: ¡Muevete hijo de la chingada! Me ha tocado defender a jornaleras que las tratan de violar.

Y ofrece un último mensaje: «Sería mejor que no vengan a San Quintín y le busquen en sus misma tierra, puede ser mucho mejor, aquí lo único que se encuentra es tristeza, si pudieran conseguir para pasaje para venir, no vengan aquí, porque mucha gente del sur ya no ha podido juntar para su pasaje de regreso…».

Este artículo forma parte de la edición Crónicas gonzo que puedes hojear aquí o descargar acá.

 

 

 

*Laura Sánchez Ley. Reportera en el norte, Corresponsal en BC del Periódico El Universal

Tijuana

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