Estaba nervioso. Iba en la carretera rumbo a un reclusorio rural, tendría una entrevista con el señor Pepe, quien hace veintitantos años había violado, torturado y asesinado a una señora con siete meses de embarazo y a su pequeño hijo de 2 años; esto fue en una zona rural marginada, donde el español apenas se habla, el alcoholismo y el analfabetismo son casi culturales y la pauperización económica mata más gente que las enfermedades y la violencia juntas. En fin, con todas estas características esperaba encontrarme a un tipo fuera de lo común, alguna especie de monstruo o al menos un hombre con la agresividad latente en la mirada, y eso lograba intimidarme. Pero no, el señor Pepe era una persona cualquiera, sin violencia en la mirada, sin monstruosidad.
De momento me sentí decepcionado, esperaba encontrarme con Aníbal Lecter, el tipo lombrosiano clásico, identificable por sus rasgos antropomórficos antisociales, y esa es una prenoción común: la del hombre delincuente. Al nombrar al delincuente viene a la mente el ser atávico y peligroso que atenta contra la normalidad en la vida cotidiana, como si en la sociedad no estuvieran presentes los factores que producen las conductas violentas ni los individuos que las cometen, como si éstos, como si Pepe, no fuera parte ni producto de la sociedad. Es decir, existe la prenoción de la sanidad y la probidad en el sistema social. Pero esto no es así. La conducta violenta no está aislada de la sociedad, es producto suyo. En este sentido, la conducta delictiva no es sólo el resultado de un interior potencialmente destructivo, no sólo tiene que ver con la biología y la química de la violencia, sino también con el contexto en que se desarrolla y, sobre todo, con los elementos de la estructura social que la posibilitan o incluso la promueven.
La cultura bélica, las políticas asesinas, el narcotráfico, el neoliberalismo, la globalización, la pobreza, la miseria, el capitalismo, la guerra… son parte de una estructura social que condiciona el comportamiento individual. Estos condicionamientos estructurales no están en poder del individuo, son relaciones sociales inmateriales que se superponen sobre la sociedad. El mejor ejemplo de un fenómeno de esta especie es la pobreza, ésta es una consecuencia directa de un modo de producción (capitalista) que engendra la polarización económica y de clase, para después generar conductas desesperadas en los estratos más bajos de la escala socioeconómica y, finalmente, etiquetarlos como desviados, inadaptados, enfermos y criminales. Las disciplinas que tratan con lo criminal han solido decir lo contrario, pero incluso las estadísticas lo demuestran: la pobreza es una característica del delincuente en este país.
Este hecho no es fortuito, responde a un proceso histórico donde las relaciones sociales están basadas en la dominación y el poder. Tal dominación y tal poder tienen a su disposición el instrumento ideal para su crecimiento: el capitalismo, un sistema de producción basado en el dinero, el trabajo abstracto, la plusvalía y la explotación. Con este instrumento, la violencia humana se convierte en violencia sistémica e histórica, ambas como categorías que se esconden bajo el halo de la libertad democrática, el progreso económico y el estado de derecho. Las conductas individuales, incluidas las delictivas, están condicionadas por estas grandes estructuras de dominación, que pasan por la vida cotidiana, la ideología y se encarnan en la propia mente.
Con este escenario, la conducta individual difícilmente podrá adaptarse normal y sanamente a una estructura social enferma y anormal. Se puede afirmar que las patologías individuales son el producto de una sociedad patológica, generadora de enfermedades, neurosis, esquizofrenias y criminalidades. Se da el caso de personas como Pepe que nacieron y crecieron en una zona rural marginada, que aprendieron español en la cárcel, cuyas herramientas de comunicación y productivas están en relación directa con la tierra y las estaciones del año, con una cultura propia, con alcoholismo, machismo, analfabetismo y pauperización económica, que por estas características son confundidos con retrasados mentales, a los cuales se les busca un psiquiatra para que diagnostique y sane sus males, cuando de lo que se trata es de una larga lista de acumulación de desventajas que ante la mirada obtusa de los profesionales parece una enfermedad mental. Lo mismo puede pasar con el indigente, con el marginado, con el pobre: una conducta distanciada de lo (que se ha dado por llamar) “normal” suele confundirse con un atavismo barbárico, con una enfermedad social de los inadaptados y antisociales.
El caso de Toño es emblemático: a los 18 años violó a su madre. Su historia de vida es común si se piensa en el sistema y la pobreza: nace en zona urbana marginal, con padre desconocido, violencia en casa, drogadicto desde los 13 años, vivienda precaria, economía pauperizada, ausencia de límites, educación escolar nula y vagancia; además su madre era una prostituta alcohólica que tenía relaciones sexuales enfrente de él cuando era un niño, lo cual parece haber condicionado sus pensamientos y deseos acerca del sexo. Con este historial, en un momento de locura, lleno de alcohol y drogas, el joven quiere salir a buscar una prostituta, su madre no lo deja porque ya es tarde y él le dice que entonces ella le va a dar lo que él quería salir a buscar, empiezan los gritos y los golpes hasta que la somete y la viola en repetidas ocasiones durante la noche.
Los profesionales pueden teorizar: drogas excesivas, trastornos de la personalidad, problemas psiquiátricos, violencia, machismo, conflicto edípico, etc., pero nada es concreto, nada es cierto en su totalidad. Sobre esas bases multifactoriales es que la criminología moderna ha tratado de generar una síntesis científica sobre la conducta delictiva, pero el criminólogo no es psicólogo, psiquiatra, sociólogo ni médico, así que tal síntesis ha tenido que esperar; mientas tanto los grupos de profesionales se debaten el monopolio de la explicación de lo criminal, presentándose debates interdisciplinarios que por el camino de la anarquía conceptual tratan de dar a luz una verdad. Por ese camino se encuentra el consejo al que pertenezco.
En cualquier sentido, lo resaltante es el hecho delictivo y lo que éste puede revelarnos de la conducta humana; pero esto no puede suceder mediante la libertad de investigación, sino a través de lo que las instituciones de gobierno necesitan, es decir, políticas públicas de tratamiento, prevención y/o represión de la conducta criminal. En el ámbito sociológico, ésta, la conducta criminal, puede ser analizada por dos vías, una es la estructural funcionalista y sistémica, y la otra es la vía crítica. Estas versiones son antagónicas, la elección de una postura descarta necesariamente a la otra.
El estructural funcionalismo percibe la conducta delictiva como desviada, enferma o anormal, y por medio de estas categorías desarrolla análisis que describen al delincuente como anómico y antisocial, esto es, como disfuncional dentro de un sistema normativo que produce la cohesión social, el estado de derecho y las relaciones de producción. Por su parte, la teoría crítica explica a la delincuencia como el producto de un sistema y una estructura que preparan el campo de los antagonismos, las desigualdades, los conflictos y las violencias que hacen emerger la conducta delictiva; en este enfoque, la disfuncionalidad (es decir la violencia, el conflicto) provendría de la estructura y del sistema, no de los individuos o, al menos, no sólo de ellos. En este sentido, las patologías sociales se desarrollarían en base a su contraposición lógica, es decir, en contra de la normalidad sistémica.
De esta forma, Toño puede ser un enfermo antisocial que no logra adaptarse a la dinámica funcional de las masas normales y sanas, o bien el producto arquetípico de una sociedad en decadencia, el cual le da una bofetada de realidad al sistema, al gobierno, a las políticas públicas en materia de seguridad y a los profesionales que intentamos meternos en sus mentes y en sus vidas para explicarle al mundo el por qué de su comportamiento. La vanidad de la ciencia positiva moderna ha logrado engañar al mundo y también se ha engañado a sí misma: si desde el estructural funcionalismo, si desde el sistema y la normalidad, si desde la enfermedad y lo antisocial intentamos explicar la conducta delictiva, estamos perdidos. No hay cohesión, no hay normalidad ni homogeneidad, no existen, son una farsa histórica, lo que existe es heterogeneidad, complejidad, proceso; ésas son las bases de la realidad en la vida cotidiana.
*Maestro en Sociología, sociólogo del Consejo General Técnico Interdisciplinario de la Dirección General de Sentencias y Medidas, autor de la novela Mientras Lucrecia Muere, especialista en sociología criminal.